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Cerrar heridas, no abrirlas


Pedro Manuel de la Cruz
Director de La Voz de Almería

➤➤➤Nos alegraba aquella algarabía en la que sabíamos dónde íbamos aunque desconocíamos el porqué. Cada 20 de noviembre nos vestíamos excitados con aquel uniforme compuesto por camisa caqui, pantalón corto marrón, cinturón de hebilla, botas irrompibles con calcetines hasta las rodillas y boina verde oscuro. Terminado el proceso de uniformidad, formábamos en el patio y con aire marcial -un, dos, un dos- desfilábamos por las calles principales del pueblo mientras la gente nos miraba desde las aceras hasta llegar el monumento a los caídos, una impresionante cruz de mármol en la que seis niños –dos flechas, dos arqueros y dos cadetes elegidos por los profesores- depositaban tres coronas de laurel. Después, don Miguel lanzaba su arenga elogiando a los muertos por Dios y por España; don Federico, el cura inmenso inmensamente negro, daba la bendición con aire marcial y todos cantábamos el Cara al Sol brazo en alto. Con los tres gritos de “presente” a José Antonio, el Viva a Franco y el Arriba España el acto se daba por concluido. 

Valle de los Caídos

Durante los tres años en que participé en calidad de flecha de la OJE de aquella escenificación me parecía todo tan sugerente que nunca pregunté qué hacíamos ni por qué lo hacíamos. Con ocho años no hay preguntas. Quizá por eso tampoco pregunté a mi padre por qué nunca fue a verme desfilar. Con el tiempo descubrí que por la misma razón por la que no entró en la iglesia el día de mi comunión o a que vistiera al hábito blanco de fraile con que los niños hacíamos entonces la Primera Comunión. La filosofía falangista de mitad monje mitad soldado nunca le gustó.
Si durante la larguísima postguerra los vencedores honraron a sus muertos, ¿qué motivo hay para que las víctimas del otro bando no sean honrados con el abandono de las cunetas en las que fueron abandonados?
En estos días en que la Memoria Histórica ha vuelto a los informativos he regresado a aquellas teatralizaciones protagonizadas con entusiasmo por niños y adolescentes. Lo he hecho con nostalgia y sin rencor. Pero también con un interrogante al que no encuentro (o no quiero encontrar) explicación. Si durante cuarenta años los caídos por Dios y por España (qué sarcasmo: los muertos republicamos por qué cayeron si no por España también), si durante la larguísima postguerra, digo, los vencedores honraron a sus muertos, ¿qué motivo hay para que las víctimas del otro bando no sean honrados con el abandono de las cunetas en las que fueron abandonados por los miserables que les asesinaron y puedan ser enterrados por aquellos que no pudieron llorarles ante su tumba porque nunca supieron dónde quedaron sus cadáveres?. 

Descendiendo a terrenos domésticos por razones de paisanaje, ¿por qué los restos mortales del sacerdote Juan Ibáñez fueron recuperados de la fosa en la que fue despeñado su cuerpo tras ser asesinado por los anarquistas, canonizado hace unos años en una misa multitudinaria en Aguadulce y hace unas semanas llevado en procesión hasta la iglesia de Albox en la que fue párroco hasta su asesinato y, sin embargo, qué motivo hay para que Pablo Carrillo lleve casi ochenta años sin saber dónde descansan los restos de aquel padre que un día marchó a las trincheras y al que nunca volvió a ver? He recuperado a dos albojenses víctimas de la barbarie porque, igualándoles en su desdicha, desvelan el error de persistir en discriminar a las víctimas de uno u otro bando en función de la trinchera ideológica en la que nos situemos.
Recuperar de las cunetas a las otras victimas de la guerra no es un gesto para abrir nuevas heridas; es una decisión para cerrar, de una vez y para siempre, las que un día se abrieron
Después de cuarenta años de Democracia la herida de la guerra incivil sigue abierta en muchos corazones y esa cicatriz, hasta ahora imposible de cerrar, solo desaparecerá del mapa de rencores el día que aquellos que, como Pablo Carrillo con apenas dos años, vieron marchar a sus padres al frente y nunca los volvieron a ver tengan sus restos descansando bajo una tierra que ellos puedan regar con sus lágrimas. Recuperar de las cunetas a las otras victimas de la guerra no es un gesto para abrir nuevas heridas; es una decisión para cerrar, de una vez y para siempre, las que un día se abrieron. Será un gesto de reconciliación compartida, de asumir que, en aquella barbarie, todos fueron víctimas.

Cuando todos puedan llorar o rezar o hablar sin palabras con sus muertos la guerra habrá terminado por fin. Entonces sí. Cuando llegue ese día no habrá desfiles ni arengas, ni uniformes ni consignas. Solo silencio. Un silencio lleno de palabras nunca dichas y abrazos nunca dados. Un silencio feliz. Será entonces cuando, de verdad, la guerra habrá terminado.

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