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Costumbres que desaparecen


Pedro
Perales Larios

⏩⏩⏩ Antropológicamente la evolución del ser humano, en todas sus dimensiones, corre pareja a los diferentes ritmos del progreso de la sociedad de la que forma parte y, en consecuencia, a la evolución y el desarrollo cultural de esa sociedad.


En este último ámbito esa evolución se manifiesta, entre otras muchas cosas, en el nacimiento de nuevas costumbres y en la desaparición de otras, algunas de las cuales han llegado hasta nosotros en forma de leyendas. Y como no todo lo pasado siempre fue mejor, es bueno que algunas de esas costumbres hayan desaparecido en la medida que representan valores que actualmente son vistos como prevalencia de la incultura, el oscurantismo y la superstición. Pero esto no significa que deba desaparecer su memoria. No ya por aquello de «para que no se repita», sino para que conozcamos mejor el proceso que ha configurado lo que hoy somos y nos sirva para construir el futuro.

Para ello recupero hoy la memoria de una de estas costumbres que tuvo arraigo en nuestra comarca durante muchos años y que debió estar vigente aquí hasta finales del siglo XIX y quizás también los primeros años del XX. Pero no se trata de una costumbre exclusiva nuestra. Es universal en la medida que lo es la religión, ya que esta costumbre hunde sus raíces en las creencias religiosas, concretamente en aquellas relacionadas con el culto a los muertos. Y es muy probable también que aún pueda existir cierta vigencia de ella en algunos países con un grado de desarrollo cultural y religioso diferente al de los países de nuestro entorno.

Estamos ante la ancestral necesidad antropológica de buscar consuelo a la pena más grande que puede afligir a una familia, especialmente a una madre; ante la necesidad de encontrar una explicación —que no justificación—, lo que indudablemente le resultará imposible en los momentos más próximos a la desgracia. De ahí que —de acuerdo con las creencias de cada sociedad— busque refugio para mitigar su profunda pena en los arcanos de una religiosidad regida por un principio todopoderoso y benevolente al que hay que amar y respetar con fe absoluta.

Se trata de una costumbre, afortunadamente de práctica ya desaparecida en nuestro entorno, denominada «El velorio». Esta misma costumbre, o al menos de origen común con la nuestra, es la conocida en otros lugares y países (especialmente Iberoamérica) como «El velorio del angelito». Se ponía en práctica cuando moría un niño de corta edad, de no más de siete años, de acuerdo con la creencia de que la familia del pequeño difunto había sido elegida por la gran suerte de ofrecer un hijo inocente al cielo, una criatura tierna, angelical, con la inocencia intacta, una criatura que sirva de intermediaria entre el ser supremo al que todos aspiran unirse en la otra vida y la familia que queda en la tierra.

Nunca he oído ni leído que en nuestra comarca se manifestara esta segunda tarea de intermediación que le atribuyen los etnólogos y estudiosos en otros lugares y países. Nuestra costumbre se basa en la creencia según la cual, cuando moría un niño o niña de corta edad, la familia, concretamente la madre, debía estar agradecida por haber dado un hijo inocente al cielo. Por este motivo «de alegría», la juventud organizaba una gran fiesta en la puerta del domicilio familiar del difunto, con música y ágape, mientras la madre, sola en el interior, sufre y llora en silencio ante el cadáver de su pequeño.

Aunque no es abundante la bibliografía al respecto, en esta comarca contamos con los testimonios de nuestros cronistas Miguel Flores González Grano de Oro y Enrique Fernández Bolea. Pero yo quiero referirme hoy a otro tipo de testimonio, al recogido por un testigo presencial de forma diferente a como lo hacen los anteriores, porque diferente es su sensibilidad y diferente su estudio de nuestra historia, cultura y folclore. Se trata de la crónica que nos ha legado José María Martínez Álvarez de Sotomayor en su primer libro de versos («Mi Terrera», 1913) con el título de «La Velica», poema en el que nos narra, con sensibilidad poética pero de forma cruda, dramática y cruel esa costumbre, y como no es posible contar mejor que él la realidad que nos transmite, dejemos que sea el propio poeta quien lo haga:


LA VELICA
«A la comadre del muerto
le cantaremos victoria
porque a un ahijado que tuvo
se lo han llevado a la gloria».
(CANTO POPULAR)
Con palabras de dulzura,
porque cantar no podía,
una madre en su ternura
daba el pecho a una criatura
que en su falda se moría.
¡Cómo cantar, si estrechaba
una vida entre sus brazos!
¡Una vida que escapaba
y el corazón le dejaba
de dolor hecho pedazos!
¡Quién consuela la amargura
de aquel llanto de baladre
si era en crueldades más dura
que la muerte en la criatura
la vida en aquella madre!
Por fin tras largo quejido
vueltos los ojos al cielo,
aquel ángel tan querido
quedó en la falda dormido
después de tanto desvelo.
Dormido, sí; de tal suerte
que la madre en sus antojos
gritos da por que despierte...
¡y se resiste la muerte
al mirar de aquellos ojos!
Y cuando a la carne helada
del hijo que amaba tanto,
se abrazó desesperada...
¡no sé cómo a su mirada
no huyó la muerte de espanto!
A sus gritos de dolor
la vecindad acudía,
y poco a poco mayor
iba haciéndose el rumor
que desde fuera se oía
Cuando, puesta la mortaja
por la comadre, vestido
meten al niño en la caja,
de gente adornada y maja
se ve el cuarto concurrido.
Y a completar el detalle
de poner al muerto flores,
llegan mozas de la calle
con sus pañuelos de talle
y sus peinas de colores.
A la luz triste e incierta
que un cirio a la calle lanza,
la gente joven deserta
a formar corro en la puerta
y a dar comienzo a la danza.
Y forma raro rumor
que al alma hiere y desgarra,
de la tertulia el clamor,
un ¡ay! triste de dolor,
y el plañir de la guitarra.
Así el tiempo se desliza
en tan singular concierto
que conmueve y horroriza,
oyendo alegre postiza
y oliendo a cera de muerto.
Cansados ya de bailar,
así a modo de refresco,
la gente empieza a charlar,
a reír y alborotar
en tono burdo y grotesco.
Y formando una cadena
recorren la población
en noche tan macarena
pregonando su verbena
con esta triste canción:
«A la comadre del muerto
le cantaremos victoria
porque a un ahijado que tuvo
se lo han llevado a la gloria».
Agotadas sus canciones,
cansados de recorridos
donde quizás las pasiones
despertaran tentaciones
embotando los sentidos
se marchan a descansar
tras que a la madre, con celo,
van parabienes a dar
¡por la suerte singular
de darle un ángel al cielo!
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Ya la fiesta ha concluido;
cerca está el amanecer;
todo el pueblo está dormido...
¡Sólo se advierte el gemido
y el llanto de una mujer!
[La versión de «La velica» ofrecida no es la del libro «Mi Terrera» (1913), sino otra algo diferente publicada en el Semanario local cuevano «El Censor» el 1 de diciembre de 1931.

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