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Lo que la foto esconde

Pedro M. de la Cruz
Director de La Voz de Almería

Hay fotos en las que la brevedad del instante en que se hicieron encierra el sabor confuso del desencanto y la melancolía; clicks incapaces de reflejar el hoy por el peso abrumador del ayer; flases que iluminan los sentimientos de quienes preferirían ocultarlos. La foto de M.A. Cruz, publicada el jueves en la portada La Voz, es una estampa en la se puede ver más allá de los tres rostros y las cuatro manos que certifican el regreso de Gial al PP.

Si observan la mirada de los tres protagonistas verán que Luis Rogelio y Megino proyectan su atención en dos ángulos opuestos. No se miran y ninguno de los dos mira a la cámara. Sólo Gabriel Amat lo hace. Como sólo Amat está serio, mientras sus acompañantes sonríen en la incomodidad inevitable de una puesta en escena forzada por las circunstancias. Quien más satisfecho está es quien menos lo aparenta. Quien menos convencido se siente, aparenta más satisfacción.

Pero no son sólo los gestos los únicos que revelan la anatomía de ese instante. Las manos también reflejan la predisposición forzada del reencuentro. La mano derecha de Megino es la base de una pirámide en la que se apoyan de forma sucesiva las manos derechas de Amat y Luis Rogelio y la izquierda de Megino. El más incómodo de los tres es quien más esfuerzo hace en cerrar un círculo que él mismo abrió. Las fotos no mienten. Los políticos, a veces, tampoco; aunque lo intenten.

Megino ha abandonado su aventura equinoccial en busca del dorado imposible de un partido municipalista y en su regreso a tierra ha tenido tiempo para comprobar la fragilidad de los afectos, la caducidad de aquellas amistades que un día creímos inquebrantables. Ha hecho lo que debía, pero no lo que quería.

Hace años leí un excelente análisis de Carlos Castilla del Pino en el que el prestigioso siquiatra cordobés sostenía que la ambición, el rencor y la envidia son tres sentimientos que el tiempo es incapaz de curar. Otros dolores más dolorosos -la pérdida de un ser querido- acaban siendo consumidos por el bálsamo lento de los días. Duelen tanto que buscamos en el mañana el refugio que nos ayude a olvidar el desgarro del ayer.

Megino es tan inteligente que no tardará en aprender que, como cantó Pablo Milanés, “aferrarse a las cosas detenidas es ausentarse un poco de la vida” y que, en la nueva situación él, y solo él, decidirá si acaba siendo el general que ganó cien batallas pero perdió la guerra, o si cierra su carrera política como el soldado que perdió cien batallas, pero ganó la guerra.

En el negativo oculto de esa foto puede leerse el perfil amargo de la derrota, pero también el sabor matizadamente dulce de la victoria. Después de ocho años de hostilidad partidista con el PP y de lejanía emocional -dejémoslo ahí- con Luis Rogelio y sus compañeros de equipo de gobierno municipal, Megino no ha abandonado a la soledad de la intemperie a quienes le acompañaron en su huida. Ha luchado -y cómo- porque todos puedan volver y en una posición de confortabilidad orgánica o institucional nada desdeñable cuando se regresa a un partido del que se marcharon, al que impusieron más criterios de los que por concejales les correspondía y, sobre todo, al que muy poco pueden electoralmente restar ya.

Sólo él queda fuera. Es su decisión. Si hubiese aspirado a un puesto -senador, diputado o parlamentario- Amat no hubiera sido cicatero: el presidente del PP sabe que en los pactos no debe haber un solo ganador. Megino no ha querido y en la soledad íntima que determina esa decisión está su derrota o su victoria. Y eso sólo él lo sabe.
(
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