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Juan Goytisolo y Almería

Vicente Alberto Serrano
Entre libros anda el juego

A mediados de septiembre de 2001, regresé a Almería. Aún recuerdo que en esas mismas fechas, pero treinta años antes, me obsesioné por patear buena parte de unas tierras tan ignoradas, tan cercanas y a la vez tan lejanas de mi Granada universitaria. La lectura semiclandestina de Campos de Níjar La Chanca fue sin duda una de las causas de tan sublime decisión. Pero no la única; sobre todo deseaba alcanzar Palomares, por otro tipo de razones muy personales que indirectamente habían cambiado la trayectoria vital de los míos. En aquella ocasión no pude llegar siquiera a Carboneras. Sin embargo durante poco más de una semana conseguí recorrer buena parte de los puntos que Juan Goytisolo había marcado en aquel viaje iniciático y desolador de 1956. Desde El Alquián hasta Las Negras, subiendo a Níjar y alcanzando después El Cabo de Gata y San José, pude comprobar que, en quince años, poco o nada se había conmovido dentro del paisaje, las gentes y la miseria descrita.

Goytisolo en La Chanca
Mediados de septiembre de 1971. En auto stop, un afable cartagenero, representante de tejidos, me recogió a la altura de la fábrica de cerámica de Fajalauza, allí donde acaba el Albaicín y la carretera se empina buscando el camino de Murcia. Recorrimos juntos los cincuenta kilómetros que nos separaban de Guadix. A pesar de todo tipo de explicaciones que le fui dando durante el camino –imagino que con pinceladas pedantes de esas lecturas recientes– intuí que no logró entender mi afán por recorrer aquella: “...miserable provincia de pobreza, de ‘legañosos’, de peligrosos gitanos; que más bien parecía poblada por moracos, en vez de por sanos andaluces” (sic). Sus palabras contenían tal resentimiento visceral que llegué a pensar si alguna vez esas gentes ‘miserables’ no le habrían dejado a deber varias piezas de percal o franela. Amablemente, me ofrecía la oportunidad de continuar el viaje más allá de Guadix, hacia otras tierras más afables que yo tampoco conocía. Me invitaría a comer en Lorca, me mostraría las bellezas de Murcia, pero sobre todo las de su ciudad marinera. Sin acritud nos despedimos en el cruce de caminos. Me anotó su dirección como un sincero gesto de hospitalidad, al tiempo que tarareaba –no sé por qué, tal vez como una sutil indirecta– algunas estrofas de una canción de Los Tres Sudamericanos: “...yo siento cartagenera el cascabel de tu risa”.

El 15 de septiembre de 2001, Esperanza y yo teníamos previsto viajar a Nueva York, el 11-S canceló nuestros billetes y nuestros proyectos. Nos refugiamos en un hotel del Cabo de Gata, frente a las salinas. Desde allí volvimos a recorrer los Campos de Níjar. Una tarde nos acercamos hasta Almería. Entramos en la Oficina de Turismo de la Junta de Andalucía en el Parque Salmerón. Queríamos informarnos sobre el Centro Andaluz de Fotografía. Con amabilidad extrema nos atendió el que parecía ser responsable máximo de la oficina, lamentando que por aquellas fechas el Centro estuviese cerrado, pero aprovechó para pegar la hebra y recitarnos una lista casi infinita y abrumadora de las excelencias turísticas de la ciudad.

Le pregunté entonces por alguna librería, comentándole que estaba buscando la reedición de Puñal de claveles, novela de la almeriense Carmen de Burgos, recién publicada por una editorial local. Incluso tuve el atrevimiento de recordarle el argumento, basado en un hecho real, un crimen ocurrido en 1928 en el Cortijo del Fraile de Níjar, durante una boda. También que en este relato, sin duda, se había inspirado Federico García Lorca para escribir en 1932 su drama Bodas de Sangre. Puso entonces un gesto de extrañeza que se fue tornando en violento cuando me atreví a preguntarle por La Chanca, informándole además que precisamente la Junta de Andalucía acababa de publicar ese mismo año una magnífica edición del texto de Goytisolo, prologado por el poeta José Ángel Valente; completado y enriquecido con otro volumen del mismo título que contenía las fotos que Carlos Pérez Siquier había venido realizando sobre el barrio desde 1957. Parece ser que esta vez mi pedantería no encontró la afabilidad del cartagenero. Literalmente nos vimos empujados a la calle al tiempo que ya, desencajado por completo, me gritaba desde la puerta: “¡Eso le pasa por leer...!”.

Al final del penúltimo capítulo de Campos de Níjar (Ed. Seix Barral), el viajero vaga por las calles vacías de Carboneras y termina tirado en la playa durante varias horas. Algunos niños rondan a su alrededor y al levantarse oye decir a uno de ellos: “Parece que se le ha muerto alguno. Mi madre lo ha visto llorando”. Sería difícil explicar las razones, pero esta imagen siempre me ha evocado El extranjero de Albert Camus. Tal vez por eso se convirtió desde mi primera lectura, en el fetiche emblemático de un libro al que he regresado constantemente.

Del mismo modo que siempre recuerdo La Chanca (Ed. Seix Barral) por aquella otra escena de los capítulos iniciales en que el viajero sentado en la terraza de una cafetería del centro de la ciudad, ojea las páginas del diario Yugo (ya de por sí un significativo título), se le acerca una muchacha con una hucha para prenderle una banderita. “Para el cáncer” –le dice. Él, riéndose le pregunta cuando había colecta para combatir el Gran Cáncer. La chica no comprende. “No caigo”. “Bueno, igual da. No tiene importancia. Un día caerá usted y se reirá”. Sacó un duro arrugado del bolsillo que introdujo en la hucha. “Mientras tanto combatamos éste”.

Casi al final del libro, Goytisolo aclara que Almería (en 1960) era una reencarnación del Gran Cáncer. “Siglo tras siglo –escribe– la incuria de los sucesivos gobiernos ha arruinado sus primitivas fuentes de riqueza y la ha reducido a su actual condición de colonia. El almeriense esclavizado en su patria chica emigra y es explotado aún en las regiones industriales de España”. El autor ha confesado después, en más de una ocasión, tener en Almería su patria auténtica, un origen elegido, sin determinismo alguno. Veinte años después, como epílogo a sucesivas reediciones del libro, escribió: “Pese a mis raíces vascas y mi nacimiento en Cataluña no me he identificado nunca con lo vasco ni lo catalán. Mis afinidades secretas las he descubierto siempre con hombres y regiones alejados de mí”. Almería ha rotulado con su nombre, no se sabe si una calle o una venganza, que desemboca en la Avenida del Mar, cerca de las calles Chamberí, Navegante, San Joaquín y el Camino del Barranco que configuran La Chanca, barrio aún maldito, innombrable para muchos almerienses y al que los turistas siguen retratando desde las asépticas alturas de La Alcazaba, como si sus habitantes, allá abajo, fuesen los peligrosos bichos de un zoológico. Regresar al Goytisolo realista y descarnado de aquellos años, supone unas lecturas ejemplares para este tiempo nuevo de desigualdad social y pobrezas extremas.

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