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El hospital de Huércal-Overa

Emilio Ruiz
Director de La Cimbra

Lo he dicho muchas veces: cada vez que voy al hospital de Huércal-Overa –y estos días he vuelto porque a la viejita de la casa le gusta poner a punto sus engranajes- me siento orgulloso de ser usuario de nuestra sanidad pública. Es un hospital pensado en clave de futuro, y no como otras edificaciones públicas, que a los dos días de su inauguración ya se quedan desfasadas. Bien diseñado, con amplios espacios exteriores –nada parecido a Torrecárdenas, por ejemplo- e interiores, es un buen ejemplo de lo que debe ser una obra pública. En cuanto al personal, de su cualificación profesional poco puedo decir –uno sabe poco de pocas cosas, pero, de sanidad, nada de nada-, pero de su cualificación personal, todos los halagos son pocos. No es por casualidad por lo que los usuarios de la sanidad pública del levante y norte de la provincia  califican siempre a este hospital con la máxima nota y no es por casualidad por lo que el diario británico Daily Mirror lo calificara como el segundo mejor hospital español –detrás del Universitario de Alicante- por la calidad de sus servicios.

Porque esto es así, me sorprende que se pasen por alto algunos pequeños detalles que pueden emborronar esta buena imagen. Voy a hablar de dos. Uno, la extraña situación que produce ver en la puerta de urgencias, casi de forma permanente, a un grupo de sanitarios devorando cigarrillos a mansalva. Sí, ya sé que esa imagen tiene los días contados, por la entrada en vigor de la nueva ley antitabaco, pero, mientras tanto, si del escenario se hace desaparecer la escena, mejor. Y la otra, es que no la entiendo: ¿cómo se pueden tener todas las sillas de ruedas a punto de llevarlas a la cacharrería? Feo está verlas reparadas a base de esparadrapo, pero penoso es ver cómo los enfermos que las usan tienen que dejar colgando sus pies porque los reposapiés desprendidos no son repuestos. ¡Hombre, que estamos hablando de dos pesetas y media!

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