El
próximo miércoles se presenta 'Humo en los zapatos', autobiografía de
Enrique Martínez Leyva, uno de los grandes publicistas del país y
almeriense militante y crítico. El texto que reproduzco es el prólogo de
un libro en el que Enrique desnuda su alma y Martínez Leyva cuenta las armas
con las que se enfrentó a una realidad hostil desde que, tras quedar huérfano
en la preadolescencia, tomó conciencia de que la vida era una travesía muy
seria.
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| Enrique Martínez Leyva / La Voz |
La mejor definición de Enrique
Martínez Leyva la oí en la madrugada del 11 de junio de 2008. Cumplía Enrique
60 años y, como siempre que la ocasión es propicia, convocó a un grupo de
amigos en su casa de Aguadulce. Allí, en los jardines de Cala Arena y en medio
de la penumbra, apareció la voz de Alberto Cortez recitando en directo y
acompañado por el sonido sutilmente improvisado de un piano un poema en el
que agradecía haber tenido la suerte de nacer. Oí entonces al cantautor
argentino, pero no lo escuché. Siempre es más fácil abandonarse a la belleza de
las palabras que detenerse en la búsqueda de su significado.
Han tenido que pasar diecisiete intensos años y la lectura de su autobiografía
para, ahora sí, “escuchar” aquellos versos y ver, tras la luminosidad
de su sonido, la imagen de una forma de ser y estar en la vida. Agradecía el
poema de Alberto Cortez la suerte que haber nacido porque la vida le había
regalado la fortuna de “ser rio en lugar de ser laguna, de ser lluvia en lugar
de ver llover”.
Después de leer esta autobiografía apasionada de Enrique cada lector se detendrá en algunas de las mil caras del poliedro inacabado que ha sido y es su vida. Pero, quizá, en lo que todos podrán coincidir es en que, en sus vividos setenta y siete años, aquel niño que nació en la calle Murcia, que se enfrentó con la amargura de la desolación de la muerte de su madre en el viejo cortijo de la Venta del Viso y que todavía recorre los días impulsado por el humo en los zapatos ha llegado desasosegado al sosiego de la madurez tardía siendo río y no laguna, siendo lluvia, en lugar de ver llover.radictorio y caudaloso que todavía no ha llegado al encuentro apacible y sereno con el mar del sosiego. Y, conociéndole, creo que nunca llegará.
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| "Humo en los zapatos", de Enrique Martínez Leyva |
En 'Humo en los zapatos' Enrique
desnuda su alma y Martínez Leyva sus armas. Aquella tiene su acomodo en la
fragilidad indisimulada del abrazo y el afecto improvisado; estas, siempre han
permanecido y permanecen en posición de alerta ante la amenaza de la
indolencia, el error de la resignación o la crueldad inconsciente pero suicida
del aburrimiento. Siempre hay un abrazo que dar y un camino que emprender.
Dos caminos distintos, a veces distantes, pero no siempre incompartibles. Dos caminos que confluyeron en el amanecer de aquel 26 de agosto de 1976 en el que el cielo amenazó con caerle encima.
En una de sus interminables aventuras equinocciales a la búsqueda de El Dorado, se embarcó Enrique, como un propagandista de los cómicos de la legua, en la extravagante experiencia de montar corridas de toros, veladas de boxeo y conciertos de artistas del momento. Aquel día era el turno de Julio Iglesias. Había contratado una plaza de toros portátil y el concierto, del que estaba todo el papel vendido, se celebraba el Roquetas. Temeroso de Dios y de la esquiva compañía de la fortuna, se levantó aquel día Enrique y lo primero que hizo fue mirar al cielo. Y aquello no era el cielo, era una inmensa nube negra que le sobrecogió el corazón. Si aquel diluvio amenazante se hacía carne de realidad y habitaba entre nosotros, todo se iba al garete.
Aterido de miedo y con el corazón
sobresaltado buscó refugio donde siempre lo encontró. Desde su muerte, la tumba
de su madre tuvo cada semana una visita y un regalo. El visitante era su hijo y
el regalo “las mejores rosas del mundo”. Dolores Leyva era su consuelo y
su refugio y hacia ella corrió aquella mañana buscando ayuda. Tres veces
acudió a su encuentro aquel día en el cementerio de Roquetas. Las tres bajo la
amenaza permanente del diluvio. La última, ya cercana la hora del concierto, se
dirigió a ella suplicándole en medio del silencio y con palabras el milagro que
tanto necesitaba.
Después de aquella
conversación de amor y desesperanza regresó a la plaza de toros, abrió las
puertas y el coso y las gradas comenzaron a llenarse. Julio Iglesias triunfó.
Durante sus dos horas de su actuación no calló ni una gota.
Con las luces apagadas, la plaza
vacía y el eco de las canciones de Iglesias cobijado en el recuerdo de los
miles de personas que acudieron al concierto, Enrique cerró la puerta. Fue
entonces cuando el cielo se abrió y comenzó a caer el diluvio. Empapado en
agua, casi inmóvil, Enrique miró al cielo y comenzó a llorar en un llanto
inconsolable. Dolores, siempre Dolores. Su ejemplo, su paz y su refugio.
Un refugio que, pese a estar tres
años en el seminario, nunca encontró en la mística, tan buscada y valorada
entonces. No sé si en aquella travesía hacia un sacerdocio en el que nunca
creyó, los curas le hicieron leer a Santa Teresa. Si lo hicieron, no les valió
de nada. Porque Enrique es todo lo contrario a la mística resignada de la
espera.
Si los versos de Alberto Cortez
definen su forma de ser, los de la santa de Ávila son incompatibles con su
personalidad. Muchas cosas la turban, muchas le espantan y nunca ha buscado en
la paciencia el camino que todo lo alcanza. Ha sido siempre un irremediable
impaciente, un incorregible inconformista. Un tipo, no con humo en los zapatos,
sino un caminante con una chimenea detrás.
Desde aquellos principios en los que, como canta el tango, no tuvo nunca una ayuda, ni una mano, ni un favor, a estos en los que mira el pasado con la nostalgia del camino recorrido, hay una vida intensamente vivida. Siempre a la carrera. Una forma de ser que ha que puede resumirse en un verso de Horacio Guaraní: Enrique ha sido, es y será hasta el último día de su apresurada vida, 'Un lunes sin descanso'.



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