Nada
hubo tan genuinamente almeriense como la legaña purulenta que provocaba el
polvo del esparto; ni siquiera el higo chumbo, ni el indalo. Cuenta Carmen de
Burgos en La
Malcasada que los almerienses les decían a los de Guadix que eran de la tierra de donde
se paró la burra, porque allí encontró a sus semejantes; y los de Guadix se
vengaban de nosotros diciéndonos legañosos y que cuando Cristo llegó a Almería
lo llevaron al Barrio Alto a
majar esparto. Almería, durante siglos, fue eso: esparto, legañas y
tracoma la enfermedad que irritaba el ojo y que podía provocar la ceguera.
Hubo un tiempo en el que la
plaza vieja se llenaba de elaboradoras de esparto con un pañuelo en la
cabeza y una falda enorme como de matronas y se sentaban en el suelo y colgaban
cestas y capachos de las paredes a finales del siglo pasado, como si fueran
muebles de la casa, cuando no existía Muebles
Mago, cuando los muebles y el ajuar eran eso: los viejos utensilios de
esparto que elaboraban los hombres y las mujeres de la provincia más seca de
España. Almería debería dedicarle una calle, una estatua o un monumento a la atocha de esparto, porque en Almería
tenía su patria la recolección de esa gramínea que tanto pan proporcionaba y
que tanto desgraciaba los ojos.
El
Barrio Alto era donde más se trabajaba el esparto en Almería, donde estaba el
almacén de Enrique Rull. Antes, los
montes estaban acotados y no se podía coger la atocha el esparto hasta que no
se diera la orden. Los hombres y mujeres la arrancaban a cambio de un mísero
jornal. Después pasaba a los obreros de la ciudad, los que lo limpian y
empaquetan o los que labran con él cuerdas,
guitas, pleitas, crinejas, fascales y tomizas para toda clase de
aplicaciones que del esparto se hacían: espuertas, aparejos para bestias,
asientos de sillas, esteras y ese rudo calzado que se llamaba esparteñas.
El esparto tenía un olor tónico que se desprendía de
las hebras doradas y ardientes. Tenía algo de labor
de presidiario la de los esparteros, una labor sórdida y miserable,
pero digna. Había que limpiar y emparejar ese esparto para formar las pacas o
tejer las labores. El polvo picante del
esparto cegaba a los obreros, dando lugar a aquella célebre frase de,
‘Almería la tierra del esparto y las legañas’.
En
la provincia había 200.000 hectáreas en
cultivo en 1931, el 50% del total del espartizal de toda España.
Cuando la Reina Isabel II vino a Almería en 1862 se le recibió en el puerto con
un kiosco de esparto donde tomó limonada. Había almacenes y tinglados por toda
la ciudad como el de los Spencer y Roda, el
de Zurano, el de Mr. Hall, e en barrio del Grillo o de del McMurray donde está el actual Instituto
Celia Viñas.
El esparto, por tanto, era un ángel salvador para la
economía pobre de Almería, pero también un demonio exterminador que provocaba
en ocasiones la ceguera a través de la enfermedad ocular del tracoma producido
por la bacteria clamidia que se
hizo endémica en la provincia y cuyos síntomas era una mayor secreción de
legañas y pus en los párpados y conjuntivas.
Los estudios de Porfirio Marín señalan al doctor José Rocafull como el precursor en el
tratamiento de esta patología en Almería, cuando en 1884 ya hablaba de
conjuntivitis linfática, aunque sin saber aún que se trataba de una enfermedad
infecto-contagiosa.
Después
aparecieron otros pioneros como Miguel
García Algarra, médico de la beneficencia municipal, Rafael Aráez y Juan Vicente Esteban Blanes quienes
en los años 20 atendían uno de los primeros dispensarios
antitracomatosos de la ciudad, el de la calle León, en el Barrio Alto.
Desempeñó también una labor sustancial en el Hospital Provincial el oculista Manuel Marín Amat, cuando desde 1909 se
empezó a prestar una atención importante a esta enfermedad publicando
monografías sobre el tracoma.
Su hijo Enrique
Marín Enciso colaboró en la Junta Central Antitracomatosa y se
empezaron a visitar fábricas y almacenes de esparto, talleres y prostíbulos
instalando dispensarios antitracomatosos. Estudiaron también esta enfermedad
tan almeriense otros especialistas como José
Cordero, Antonio Campoy, Carlos Vaserot y Antonio Fornieles Ulibarri,
quien, a su costa, mantuvo dos dispensarios en la Plaza Pavía y en el Barrio
Alto.
También se abrieron dispensarios en los pueblos con
mayor incidencia con facultativos como Lucio
Jiménez en Serón, Bartolomé Flores en Mojácar, Antonio García en Vera, Juan
Granados en Albox, Pedro Márquez en Cuevas o Jacinto Escudero en Antas. A
finales de los años 40, Almería presentaba, con su típica y tópica legaña, la
mayor incidencia de tracoma de toda España.
Las campañas antitracomatosas duraron hasta finales de los 60, cuando la manufactura del esparto ya había decaído mucho y el agua corriente en las casas y la desaparición de las casas cuevas propicio una mejora de la higiene. Una de las últimas profesionales en continuar estas campañas de prevención fue la oftalmóloga almeriense María Ángeles Carretero quien remató el servicio en 1976, pasando la legaña y el perverso tracoma almeriense a la posteridad.


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