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El viaje de Luis Cernuda a Garrucha

Manuel León
Periodista

Al joven Luis Cernuda lo despertó esa mañana el trino amable de los canarios y los jilgueros de la pensión Zamora. Se aseó en una palangana blanca y se atusó su fino bigote mexicano con un poco de gomina. Tomó café en el comedor ante la atenta mirada de sus patrones, Pedro y Carolina, que alegraban las paredes de la fonda con toda suerte de geranios y claveles. Después pasó al zaguán donde compartió charla y cigarros con otros huéspedes sobre el viento de levante que se había desatado de improviso.

Una carta de Cernuda desde Garrucha

Había llegado al pueblo la noche antes, exactamente el 26 de marzo de 1934, procedente de la capital de la provincia y contaba con pernoctar dos o tres noches en ese puerto de mar. Se sintió extraño conversando con un viajante de comercio, un inspector de aduanas y un cosario sobre trivialidades en un pueblo desconocido.

El poeta en ciernes que aún era el sevillano Luis Cernuda Bidón arribó a Garrucha en coche de caballos, con 32 años a cuestas. Para esa fecha había publicado ya Perfil del Aire y conocía a Juan Ramón Jiménez, había renegado ya de su ciudad natal, donde fue infeliz, embarcándose en las Misiones Pedagógicas, un proyecto del Gobierno de la República para fortalecer la instrucción pública de menores y adultos a través de conferencias magistrales y seminarios impartidos por literatos por los pueblos de España.
Para esa fecha el autor más distante y distinto de la Generación del 27 había leído ya a Gide y había resuelto el gran problema de su adolescencia: la homosexualidad encubierta en la España de principios del siglo pasado.

Cernuda paseó anónimo esa primera mañana por la villa. Esquivaba el paso de los carros de bestias por la calle mayor y observaba el trajinar del pequeño comercio con productos de ultramar. Los mozos descargaban algunos sacos de carbón y de grano y las tiendas de frutas y verduras no parecían estar demasiado abastecidas. Advirtió el poeta cierta precariedad de víveres en la villa, al igual que antes la había sufrido en otros pueblos de Granada, Málaga y Cádiz, por los que había pasado tratando de popularizar la literatura.

Contrastaba el aliño indumentario de Cernuda con ese ambiente matutino de Garrucha en el que predominaban hombres sudorosos que vestían pantalones de mahón y calzaban roídos alpargates. El autor más atildado del 27, por el contrario, se dejaba ver ante la clientela de una barbería llena de moscas con su pelo negro abrillantado y partido en raya, su blazier inmaculado y su pañuelo de hilo anudado al cuello.

Cernuda bajó al malecón de levante y lo recorrió desde la zona del Tranco hasta los toldos del Perejil. Le sorprendió el silbido de una locomotora con vagones repletos de grandes piedras que se dirigia hacia una incipiente escollera en construcción, mientras grupos de muchachos corrían a su paso por los raíles. Al mediodía y a pesar de la marejadilla reinante se desprendiendo de sus ropas y se bañó en la playa junto a la caseta de salvamento de náufragos. Era el único bañista de una rada en la que se apilaban paylabotes, remos, jarcias sacudidas por el viento y otros enseres marineros.

Los arrieros que cargaban pescado en las recuas de mulas contemplaban atónitos a un joven que se metía entre las olas con calzoncillos largos en el mes de marzo. Tras el chapuzón, el autor de La Realidad y el Deseo secó sus blancas carnes y se encaminó de nuevo a la pensión Zamora pasando junto a la casa de verano de otro poeta autóctono, José María Martínez Álvarez de Sotomayor, que en esa época primaveral aún permanecía en Cuevas del Almanzora, su pueblo natal.

Cernuda almorzó patatas y garbanzos en abundancia, aunque huérfanos de chicha, y durmió plácidamente la siesta. A la tarde acudió a dar la conferencia en el sitio indicado por la dirección de Misiones Pedagógicas. Sobre la loma del antiguo hospital, reconvertido en Escuelas Graduadas por el Gobierno Municipal republicano, presentó sus credenciales al comité de maestros. El auditorio era desolador. En los pupitres no había más de seis o siete niños, hijos de maestros y pescadores.

Allí estaba él, Cernuda, el que ya ocupara por derecho un escaño en la lírica nacional junto a Lorca, Salinas, Altolaguirre o Guillén; allí estaba este poeta sevillano, auxiliado por sus monóculos, en el promontorio escolar, ante el mar de Garrucha, un pueblo perdido en la costa levantina, largando un discurso sobre el siglo de oro, sobre Quevedo, Lope, y sobre todos, Góngora, luz y guía de su generación, ante media docena de chiquillos que no entendían ni jota. Mientras el resto del pueblo laboraba en el puerto, en los comercios, en las canteras, tratando de aliviar la miseria.