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El belén del Ayuntamiento de Barcelona, un atentado al buen gusto

Juan de Dios Ramírez-Heredia
Abogado y periodista

Presidente de Unión Romaní
Exdiputado por Almería

Sé muy bien que este comentario me costará alguna crítica, posiblemente justificada, en la que me dirán “inculto”, “viejo retrógrado”, “ignorante”, o vete a saber que otras cosas me tendré que oír. Pero arrostro el envite porque si no escribo lo que pienso, entonces sí que me dará un infarto. El Ayuntamiento de Barcelona que preside doña Ada Colau ha colocado en la céntrica plaza barcelonesa que tiene a un lado el Palacio de la Generalidad y a otro el edificio del Ayuntamiento, el Belén, o el Nacimiento, según se quiera decir, más horroroso que uno pueda imaginar. Ya lo sé, ya sé que el libro de los gustos está en blanco, pero es que lo que han colocado en la famosa plaza no hay por donde cogerlo. Por eso yo me niego desde este comentario a otorgarle a semejante adefesio la condición de Belén o Nacimiento.

El belén (Foto A-3)

Estoy indignado como lo estaban todas las personas que transitaban por el lugar y cuyos comentarios impúdicamente me acerqué para escuchar. Luego he podido leer en los periódicos calificativos mucho más duros que los que retenidamente yo puedo manifestar en este comentario. Pero, como de costumbre, déjenme contarles una pequeña historia personal.

Los Nacimientos de mi infancia

No sé por qué, pero la verdad es que desde muy niño tuve una gran afición a los nacimientos. Tanta que en mi casa ―yo no tendría más de diez años― montaba un Belén junto con mis amigos. Todos éramos niños de la misma edad, amigos callejeros del mismo barrio, que pasábamos más tiempo en la calle que en el interior de nuestras casas. Pero como éramos todos tan pobres, y mi familia más que ninguna, no teníamos dinero para comprar figuritas con las que dar vida al Nacimiento. Así que decidimos hacerlas nosotros mismos.

Recuerdo que, en Puerto Real, al final de la calle donde vivíamos, había un “Barrero”. Le llamábamos así a una fábrica de ladrillos y tejas instalada en las afueras del pueblo. Y allí íbamos tres o cuatro niños a “robar” ―mejor sería decir “coger”― una pella de barro con la que, como pequeños alfareros, moldear nuestras ovejitas, nuestros pastores, la Virgen María y San José.  Era toda una aventura, porque cuando terminábamos cada figura teníamos que hacer lo mismo que hacían los alfareros del Barrero: cocerlas en el fuego. Y lo hacíamos en las cenizas candentes que salían del anafre donde nuestra sacrificada madre hacía, cuando podía, un potaje de arroz y frijones que adquiría categoría de restaurante de cinco estrellas cuando la pobre gitana tenía dinero para añadirle al guiso la tradicional “Pringá”.

Lo cierto es que nos salían unas figuritas bastante aceptables. Al menos a nosotros así nos lo parecían. Cuando salían del fuego ya estaban endurecidas y una vez limpitas las pintábamos. ¿Con qué? Pues con los lápices de colores que teníamos del colegio. Lápices buenísimos que venían en una caja de la marca “Alpino”, que no se si todavía hoy existe. Algún año nuestras figuritas eran más relucientes porque uno de los niños había conseguido un poco de dinero para comprar una caja pequeña de pinturas de acuarela. Bueno, y el summun del arte infantil lo lográbamos cuando podíamos agenciarnos una pequeña lata de barniz. Entonces nuestras ovejitas, nuestros cerditos, nuestras gallinitas y nuestros pastores relucían como si procedieran de otro planeta.

La verdad es que nuestro Nacimiento de cada año se hacía cada vez más popular entre nuestros vecinos que venían a mi casa a contemplarlo. Debo reconocer que nosotros jugábamos con ventaja. Nuestro Nacimiento tenía una patina especial difícilmente imitable: el nuestro era un Nacimiento gitano. Por allí pasaban en algún momento mi tía Rosario, mi tía Gertrudis, mi tío Agapito y otros familiares nuestros que venían de Jerez de la Frontera. Todos ellos cantaban de maravilla ―especialmente mi tía Rosario― y cuando lo hacían mi humilde casa se llenaba de vecinos para celebrar los días de la Navidad delante de nuestro sencillo, pero único Nacimiento.

Los Nacimientos de mi madurez

Pasó el tiempo. Con 22 años me vine a vivir a Barcelona. Me casé y aquí nacieron mis seis hijos. Y aquí seguí haciendo mis nacimientos, esta vez ayudado por ellos. Debo dejar constancia ―porque sé que los demás no se enfadarán― que ha sido mi hijo Pablo, hoy un prestigioso abogado, quien ha heredado la afición y ayudado por los demás, e incluso por mis nietecillos, hemos montado cada año unos nacimientos de película.

Fue en La Ametlla del Vallés donde mis suegros (q.e.p.d) tenía una casa muy espaciosa donde hemos montado Nacimientos excepcionales. Nuestras humildes figuritas de barro de Puerto Real han sido sustituidas por decenas de pastores, artesanos y labradores. Nuestros Nacimientos tienen norias que dan agua de verdad, y hornos de pan donde se ve el fuego, y cascadas de agua que alimentan un pequeño rio plagado de puentes, y molinos cuyas aspas se mueven impulsadas por un pequeño motor, y montañas por la que sale un sol cuya luz crece a medida que avanza el día, y Reyes Magos cargados de oro, incienso y mirra, y un castillo de Herodes que quiso matar al Niño Jesús pero que no lo consiguió… y música. Villancicos gitanos que hay muchos y que, con perdón, son los más alegres y los más bonitos del mundo

Los Nacimientos de Barcelona

Me apena ver la evolución que en esta materia ha sufrido la ciudad de Barcelona. Últimamente el cambio ha ido empeorando cada año. Y digo esto, créanme, no por negarme a la evolución que la modernidad de los tiempos impone en todos los órdenes de la vida. Creo, sinceramente, que somos nosotros, los gitanos, quienes tenemos que hacer un mayor esfuerzo de adaptación para aceptar las formas de vida y comportamientos de nuestra moderna juventud que hubieran sido a todas luces impensables para mis padres y no digamos para mis abuelos. Pero hay cosas que no se pueden cambiar y si se cambian se han de hacer con conocimiento y exquisitez. Y, sobre todo, tienen especial obligación de hacerlo, con absoluto respeto democrático a las costumbres y tradiciones de la ciudadanía, aquellos que detentan nuestra representación y gastan impunemente nuestro dinero que consiguen mediante la imposición de multas que tienen un claro matiz recaudatorio o impuestos que, algunas veces, parecen confiscatorios.

Cuando mis hijos eran pequeños los he llevado a todos a la Plaza de Sant Jaume a visitar el Pesebre instalado por el Ayuntamiento. A veces teníamos que hacer largas colas porque eran miles y miles los ciudadanos de Barcelona que íbamos con nuestros niños a ver aquellos montajes preciosos, clásicos, tradicionales. No hay dinero en el mundo para pagar el brillo de sus miradas contemplando a los pastorcitos camino del Portal. O la imagen de los Reyes Magos que ellos adivinaban que serían los mismos que dentro de unos días les traerían algún juguete.

Por favor, no pasen por la Plaza de Sant Jaume durante estos días si no se quieren llevar un sobresalto. En la plaza ya no hay padres, ni abuelos, ni niños que acudan a contemplar el tercer Nacimiento de la era de Ada Colau. Son 25 figuras recortadas en planchas de metacrilato esmerilado y pinchadas en unos palos de entre tres y siete metros de altura. ¡Horrible! Es como el bosque de los horrores.

Menos mal que nos queda la Feria de Santa Lucía que está en la plaza de la Catedral, a escasos cincuenta metros de la plaza del Ayuntamiento. Allí sí se puede y se debe ir porque está llena de pequeñas tiendecitas donde se pueden comprar todos los castillos, fuentes, molinos y norias que se quieran. Y donde los pastorcillos son preciosos, y la mujer que lava la ropa en el rio es guapísima, y Herodes tiene una cara de malo tan solo comparable a la de alguno de nuestros políticos hoy especialmente excitados por las elecciones inmediatas.

Pero qué quieren ustedes que les diga: No puedo evitar emocionarme (cosa de viejos) cuando pienso en mis figuritas de barro cocido que no eran tan bonitas como éstas pero que tenían el amor y la ilusión que solo la inocencia de unos niños pobres de 10 u 11 años pueden tener.

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