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Felipe Huertas y Atanasio Parra, los dos últimos talabarteros de Cuevas del Almanzora


Pedro
Perales Larios

⏩ Como el empedernido fumador que lleva dos o tres meses sin fumar con el propósito de no volver a hacerlo y huele un estanco antes de divisarlo, así me sucedía a mí con un olor característico que guardo impreso en la memoria del olfato desde mi infancia. Un olor que no puedo describir con exactitud, un olor inolvidable, un olor que vuelve a mi memoria siempre que paso caminando por la "Calle de la Verónica" y que viene acompañado por evocaciones que me trasladan a los años de mi infancia y adolescencia. Es un olor que desapareció y que no se ha vuelto a sentir en ese mismo lugar.

Taller de talabartería (Pedro Perales Larios)

Es el olor que emanaba de los dos talleres de talabartería que funcionaron hasta la década de los sesenta del siglo pasado en la citada calle, en la misma acera y a escasos 25 ó 30 metros uno del otro. Al pasar junto a ellos podía sentirse el olor que desprendía el cuero, los materiales, pegamentos y otros productos necesarios para la elaboración, completamente artesanal, de los objetos que allí se confeccionaban, todos relacionados con los aparejos usados por las caballerías, casi exclusivamente burros y mulas, en las faenas agrícolas u otras normalmente derivadas de ellas.
Si echamos la vista atrás, entenderemos la importancia que debió tener desde el mundo antiguo el talabartero, artesano cuya misión era fabricar y reparar todo lo que tuviera que ver con los aperos para las caballerías
¿Quién que no haya conocido estos talleres o no haya estado relacionado con las faenas agrícolas que precisaban la concurrencia de burros o mulas conoce el significado y la función de objetos como collera, collerón, albarda, ataharre, cabezal, mosquero, anteojeras, cincha, madroño, mantellina, orejeras, ramaleras, retranca, sobrecincha...? Probablemente casi nadie de las generaciones nacidas a partir de los citados años sesenta sepa que todos pertenecen a los aparejos de las caballerías y que eran fabricados por unos artesanos pertenecientes al gremio de la talabartería, también conocida como guarnicionería, arte u oficio –aún existente en lugares y países en los que las caballerías continúan jugando un papel importante– ya desaparecido en nuestro entorno, como tantos otros oficios y profesiones que han sucumbido al imparable empuje de una modernización en la que la fuerza de tracción de sangre no puede competir con la mecánica. Pero por poco esfuerzo que hagamos si echamos la vista atrás, entenderemos la importancia que debió tener desde el mundo antiguo el talabartero, artesano cuya misión era fabricar y reparar todo lo que tuviera que ver con los aperos para las caballerías, tanto para su trabajo diario como para la monta en cualquier variedad.

Yo conocí a los dos últimos talabarteros que ejercieron como tales en Cuevas, a los que graciosamente se les denominaba –según me recuerda mi amigo Fermín, hijo de uno de ellos– como «sastres de burros», a lo que yo le respondo también en tono jocoso y como hijo igualmente de sastre, en mi caso de hombres, «o sea, que nuestros padres eran colegas en aquellos tiempos en los que los burros se vestían a medida».

Estos dos artesanos –Felipe Huertas Jerez y Atanasio Parra Díaz– vivían y tenían sus talleres en la "Calle de la Verónica", con los patios colindantes, según cuenta Atanasio hijo, quien afirma que su padre y Felipe «por aquello de la rivalidad profesional, no se llevaban muy bien», como suele suceder entre profesionales del mismo oficio, pero esto no sucedía con los hijos (ocho varones, cinco de Felipe, y tres de Atanasio), de manera que él mismo y el penúltimo de los Huertas, ambos de la misma edad y homónimos de sus respectivos padres, compartían juegos saltando la tapia divisoria de los patios.

Mientras que Felipe Huertas Jerez, nacido en Vera, donde había aprendido el oficio en el taller de su padre, compaginaba el trabajo de talabartería con la compra de albardín para venderlo después a las fábricas de Águilas, Atanasio Parra Díaz, natural de Cuevas, alternaba los periodos de trabajo en el pueblo con temporadas en los cortijos, a los que acudía a la llamada de los cortijeros para «arreglar a las bestias en todo lo que fuera necesario». Estas temporadas a veces se prolongaban semanas e incluso meses porque era habitual que tuviera que pasar de un cortijo a otro sin solución de continuidad, «ya que nunca regresaba sin haber hecho todo lo que le encargaban en función de las necesidades y el poder económico de los clientes».

Cuando el trabajo en la talabartería comenzó a flojear, ambos lo complementaban con el de tapicería de coches, especialmente camiones, y siempre por encargo para estos últimos de los hermanos Alarcón Flores. Me comenta Fermín que su padre también hacía algunos trabajos de marroquinería, sobre todo carteras para las motocicletas, y añade que su padre, como talabartero, no «utilizó nunca ningún tipo de máquina, todo era manual, a base de lezna y agujas..., y a coser se ha dicho, con hilo bramante encerado con cera pura de abeja». Añade que «el talabartero utilizaba todo lo que utilizan los sastres, y además herramientas especiales para cortar el cuero. Si bien las del sastre son finas y delicadas, las del talabartero son a lo bestia y rudas». Finalmente, en 1967, Felipe tuvo que emigrar con su familia a Barcelona, donde se jubiló cuando le llegó la edad después de haber trabajado varios años como tapicero de automóviles para Renault.

Por su parte Atanasio, amigo personal mío como Fermín, cuenta que su hermano mayor (Diego) y él aprendieron el oficio con su padre. Pero, como no daba para todos, Diego se hizo conductor de camiones, y él mismo entró a trabajar en el taller de carpintería de Francisca Ruiz Guevara, Paca "la Modista". No obstante nunca dejó de compaginar esta última ocupación con la ayuda a su padre hasta que éste se jubiló. O sea, que de Atanasio hijo podría decirse, hablando en puridad, que fue el último artesano que realizó en Cuevas trabajos de talabartería.

Cuenta Atanasio hijo que cuando se celebrara la feria en agosto y aún se mantenía la de compra-venta de ganado, para estar lo más cerca posible de las bestias, instalaban el taller en una cochera junto a la casa de Agapito, en la actual avenida de Barcelona, entonces con el nombre de "Camino Nuevo". El objetivo era dar respuesta rápida a las demandas más perentorias de los feriantes. Terminada la feria volvían a su taller de la "Calle de La Verónica" y comenzaban a confeccionar las piezas y objetos que sabían eran las más demandadas. De esta forma, al celebrarse al año siguiente el mismo acontecimiento, «nosotros ya estábamos perfectamente abastecidos para dar respuesta a las peticiones de los marchantes».

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