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La tradición almeriense de la queja

José Fernández
Periodista

Cada vez estoy más convencido de que la condición de almeriense tiene más relación con lo emotivo que con lo geográfico. Uno empieza a ser almeriense cuando, con independencia de su lugar de nacimiento, es capaz de encontrar motivos para sentirse vejado y malogrado en cualquier circunstancia. “Me ultrajan porque soy almeriense”, que podríamos emplear para condensar varias generaciones de dolencia y compasión.

Quejarse
Por ejemplo, muchos almerienses mostraron ayer su malestar en las redes sociales por la exclusión de Almería en la relación de provincias en donde se había sentido con claridad el movimiento sísmico con epicentro en Alborán. “Ah, cómo, pero qué manera de ignorarnos. No dicen que en Almería también se ha sentido el terremoto”.

Ya decía al principio que en esto del sentimiento no hay quien nos gane, porque los almerienses somos capaces de encontrar motivos para el padecimiento tanto por una cosa como por su contraria, lo cual es un mérito considerable. Y así, del mismo modo que muchos almerienses lamentaron que no se citase a Almería como una de las provincias traqueteadas por las placas tectónicas, también ha habido muchos almerienses que también han encontrado razones para la indignación al haber proliferado estos días detallados reportajes nacionales recordando que se cumplían 50 años del accidente nuclear sobre Palomares.

“Quieren hundir a Almería hablando de la radioactividad de nuestros productos”, se lamentaban, recordando las “manos negras” que, con vigilante perseverancia, están siempre prestas a golpearnos con el fin de mantenernos en permanente postración y carencia. En fin, que lo de ser almeriense tiene ya una índole más psiquiátrica que otra cosa, porque para muchos, ser almeriense es actuar como esa gata cuya actividad sexual oscilaba entre el chillido y el llanto. Ya saben.