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Un drama lorquiano

Manuel León
Redactor-Jefe de La Voz de Almería

Juan Antonio Moreno, comerciante de tejidos, lloraba ayer casi a escondidas, sentado en una silla de playa en el portal de su casa. Y lo hacía con las palmas de las manos sobre las sienes arrugadas. Hijo de veratenses afincados en la ciudad murciana, se crió desde los seis años en esa tierra hermana hasta dotarse de un porvenir. Desde ayer a la hora de los toros, este tendero, de raíces almerienses, ha perdido lo poco o mucho que tenía: un comercio en la Avenida Jerónimo Santa Fé -lo más florido de Lorca- ganado a golpe de ejercer el noble arte del chalaneo de telas en los mercados.

Se afanaba ayer al mediodía, Juan Antonio, recreándose en la desgracia, en enseñar los surcos de las paredes de su tienda, los cristales reventados, la alfombra de restos de ladrillo, los trajes y faldas de temporada cubiertos de ese polvo maldito del que Lorca no consigue librarse desde la terrorífica sobremesa de su particular 11-M.

Ayer -como hoy- la ciudad de Narciso Yepes es un territorio minado, como el Berlín después de la entrada de los tanques rusos, como la Praga tras su primavera, como el Madrid cainita del 39. Lorca era ayer una tragedia lorquiana, un territorio fantasma lleno de gente deambulando por las calles, con los ojos perdidos como en una de esas series de extraterrestres de La Sexta. Explicaba Juan Antonio, a quien quisiera oirle, que se encontraba en la cocina de su casa escribiendo la compra del día siguiente cuando sintió cómo estallaba una bomba debajo de los zapatos y se meó vivo. “Me meé de verdad, como lo oyes”, decía el hijo de veratenses.

Lorca ha sido desde siempre tierra hermana y fronteriza de Vera. Cuando Aben Humeya ponía cerco a la ciudad a finales del XVI, tres jinetes veratenses acaudillados por un tal García Leonés pusieron rumbo a Levante en busca de auxilio, que llegó en tiempo y forma: desde entonces han mantenido el idilio. En breve compartirán el ferrocarril de alta velocidad, como comparten los mismos apellidos familiares y el mismo deje al hablar.

Estaba ayer la ciudad lorquina y lorquiana sitiada, como Numancia, por cientos de miembros de la Policía Nacional, de la Unidad Militar de Emergencias de Valencia, también por los bomberos de Turre, con Francisco Flores a la cabeza, con una banda sonora perenne estucada de sirenas de bomberos y ambulancias como clarines.

Arriba, el Castillo milenario veía las idas y venidas de nativos e inmigrantes cargando atillos de ropas y ajuares de sus haciendas heridas por esa falla maldita del Guadalentin que el martes, a la hora lorquiana y lorquina de las cinco de la tarde, encalló liberando carga de tormento para miles de vecinos.

Reflejaba ayer el centro de la ciudad un paisaje lunar con todos los comercios y bares cerrados entre escombros y restos de alicatado. El bar Alegría rezumaba tristeza; la taberna Alhambra anunciaba una fiesta rociera para hoy que nunca se celebrará ya; de una sucursal de Asepeyo con la pared trasera volada, un oficinista retiraba el equipo informático, mientras sonaba un teléfono sin respuesta; y, como en un milagro, de una ecléctica tienda de ropa, Damas, salía el hilo musical de una canción del grupo almeriense Los Puntos: “Cuando salga la luna/cuando salga voy a verte....” Lorca ha sido siempre muy almeriense y a la recíproca, como una guajira de ida y vuelta.

En esas calles, como la travesía del Zenete, la Plaza del Obolo, hoy anegadas de cascotes, se celebraba antaño la feria agropecuaria donde ganaderos huercalenses y pulpileños acudían a adquirir ejemplares de porcino para engorde.

A esas horas malditas, más de 3.000 vecinos de la polis aún no habían vuelto a sus casas. Una legión de arquitectos y técnicos municipales van estresados recorriendo viviendas, marcando con un círculo rojo o verde según su estado, como salvoconducto para su habitabilidad.

El barrio de La Viña, a la entrada de este poblachón de antiguos huertanos, ha sido más castigado por la tralla. Casi enterradas en ruinas emergen, como barcos varados en el légamo, las casas de la calle Curtidores, las de Tejedores, las de las Palomas, con sus edificios aniquilados por un salvaje movimiento telúrico que sólo duró cinco segundo.

Más abajo, la Rambla de las Señoritas o la Iglesia de San Francisco, de la que cayó un campanario entero, como una cabra de esas de la que tiran de los pueblos por las fiestas patronales; o el templo de Las Claras, como acribillado por los tiros de un pelotón de fusilamiento.

Cerca está la Alameda de Cervantes, patria doméstica de Juan Javier, un policía local oriundo de Cuevas del Almanzora, que a la hora del seismo se encontraba de servicio y que corrió como un poseso hasta su casa para rescatar a su retoño y a su mujer embarazada.

Se ha quedado sin hogar, Juan Javier, pero con su familia intacta, a la espera de un traslado a Terreros, que en estos días está tan solicitado como en agosto, ante la avalancha de deportados lorquinos. Allí tiene también cueva y abrigo desde hace años la ministra Chacón que ayer -como Rubalcaba- visitó la ciudad devastada.

Parecía Lorca un objetivo militar, sitiada de campamentos improvisados por los vecinos autóctonos en el viejo campo de fútbol de San José mirando a la sierra de Espuña.

El Instituto Ibáñez Martín asaeteado de tiendas de campaña con familias ecuatorianas, bolivianas, peruanas: mujeres peinándose los cabellos, niños con los mocos colgando bebiendo zumos, hombres cetrinos reposando en los colchones y hablando de peleas de gallos, de esos que tanto aparecen en las novelas del boom latinoamericano. El genero, donado por la Cruz Roja escoltado por los militares, dosificando las peticiones maternas de pañales, de leche, de magdalenas.

Un campo de concentración en toda regla al lado de Almería por un capricho aleatorio del destino: Lorca, que no es Sarajevo, que no es Damasco, que no es Yamusucro, que es sólo Lorca, pero que no por eso deja de sufrir por sus costuras.Porque son las suyas, que han quedado heridas.

Impresiona el espectáculo del Huerto de la Rueda, junto al lecho del río seco. Allí se hacinan, como en una torre de babel, las miradas asustada de cientos, de miles de inmigrantes latinos y magrebíes, que llegaron a cortar lechugas y se han visto metidos en la ciénaga; allí sufren su situación, entre miedos, mantas y, como en una romería, juegos de cartas y de pelota para matar el tiempo. Se les ve desde los ojos del puente como animalillos asustados cuando acuden a lo urinarios, junto a las tiendas de campaña y las mantas.

Niños mamando del pecho de sus madres, protegidos por policías y por decenas de furgones de asistencia sanitaria, de psicólogos de la Cruz Roja. Han comido “la ración de intervención” de la UME consistente en un sandwich de ensalada.

Allí se ha improvisado incluso un set para los medios de comunicación, donde, de pronto, suena la voz de Genma Nierga o las conexiones de las televisiones nacionales a través de los corresponsales destacados con micrófono en ristre tras los cuales aparece difuminado el campo de batalla.

Gente lavándose en una fuente de la calle Cerezo, ante la imposibilidad de hacerlo en su lavabo; gente que come bocadillos en la calle, que mea en la calle, ante la imposibilidad de hacerlo en su cocina y en su retrete; gente presa de un exilio forzoso que no sabe cuándo volverá a ocupar la república independiente de su casa.

Pero ellos están allí, sanos, mientras a casi 300 heridos les crujen los huesos en el hospital Rafael Méndez. El Mercadona aparece cerrado, como el Eroski, como el tráfico en esta Lorca herida que se lleva siendo estos días, muy a su pesar, el rompeolas de todas las Españas. Ahora, para los lorquinos toca esperar entre botellines de agua y bocadillos de paciencia. A la espera de una declaración de zona catastrófica que merecen, con nueve muertos a la espalda y con un Zapatero que hoy intentará enjugar tanta desdicha con una lluvia de millones.

Mientras tanto, los almerienses levantinos llorarán también por esa Lorca que ha cumplido para media provincia como ciudad de compras, de médicos especialistas y de buenas corridas de toros.

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