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Manu Leguineche

Ángel Medina Chulia
Economista / Valencia Plaza

He tenido la suerte de ser amigo de Manuel Leguineche estos últimos diez o doce años. Lo conocí en Mojácar (Almería) donde vivo. Él se compró un apartamento y, a medias con Javier Reverte, un barquito para salir a pescar. Se iban a la mar casi todas las mañanas con un marinero retirado, conocido por 'El vinagre', al que ambos apreciaban mucho. Volvían siempre con alguna pieza que pasaba después por la plancha de algún bar del puerto de Garrucha.

Manu Leguineche
Entonces yo editaba una revista local El Indálico, y fuimos presentados por un conocido como el encuentro de dos periodistas. Yo, que ya era admirador de Leguineche, tercié inmediatamente explicándole, primero que no era periodista, que había estudiado Económicas, y segundo, que me parecía ridículo compararme con un maestro como él. Con su tremenda humildad contestó que yo era más periodista que él, puesto que editaba algo todos los meses y él tardaba años en escribir un libro.

Comenzó así una buena amistad que duró hasta ahora, aunque aletargada hace unos meses, porque su deteriorado estado de salud ya no le permitía mantener ninguna relación.

Durante las temporadas que residía en Mojácar nos veíamos casi diariamente, comíamos y cenábamos muchas veces. Le guisaba paellas, con mucho gusto, cada vez que le apetecía o tenía invitados. Era un gran gourmet y un enamorado del Rioja. Él decidía el restaurante y el vino. Al terminar encendía un habano y prolongábamos así la sobremesa dos o tres horas.

Repasábamos las noticias del día y me daba sus siempre interesantes puntos de vista sobre todo lo que ocurría. Yo le hablaba sobre los libros y las películas que estaban de moda y que a él le resultaba cada vez más difícil leer y ver, pero, no sé cómo, estaba enterado de todo: de los autores, de los argumentos, del volumen de ventas, de las taquillas...

Cuando empeoró pasé muchas tardes junto a su cama haciéndole compañía, algunas veces leyéndole la prensa, otras en silencio, pocas contándole cotilleos del pueblo, aunque le encantaban y las más hablando de fútbol. Y siempre bajo la atenta vigilancia de Gabriela, la asistenta que le cuidaba y que le increpaba con un cariñoso ¡Don Manu!, cuando le parecía que ya había comido lo necesario o había bebido lo justo.

"Don Manu" fue una persona excepcional e irrepetible, a la que todo el mundo quería, como se ha evidenciado ahora y que deja un vacío a quienes nos honraba con una amistad difícil de explicar. Contaré una anécdota de las muchas que guardo en mi memoria sobre el gran periodista y escritor que fue y que explica perfectamente su carácter estoico, su sencillez y su gran humanidad.

Lo visité varias veces en Brihuega, donde tenía su casa. La dirección es Plaza de Manuel Leguineche, 1 (como no podía ser de otra manera). Allí estaba Gabriela, la asistenta ya mencionada, Jesús, el jardinero, al que nombra varias veces en su libro "El Club de los faltos de cariño", la gata y un pato que se paseaba tranquilamente por el jardín y acudía a la cocina cuando se le llamaba para comer.

Los periódicos y los libros ocupaban un porcentaje importante de la estancia, que compró a Camilo José Cela, y que daban a la vivienda un aire intelectual y de cierto recogimiento que impresionaba a los numerosísimos visitantes. Siempre había gente allí.

En una ocasión -fue la primera vez que me di cuenta de que Manu estaba empezando a empeorar, noté que estaba perdiendo movilidad y vista-, lo encontré muy cansado y sin la alegría que le caracterizaba.

Algo extraño, porque todos sus amigos y conocidos, aunque conocíamos su dolencia, sabíamos que Rosa y Benigno, sus hermanos, estaban siempre pendientes de él. Pensé, dado su carácter, que disimulaba y por no preocuparlos no les había dicho nada de su posible declive.

Como el caserón es muy grande y Leguineche tenía su habitación-escritorio en el piso alto, donde nunca subía Jesús (el jardinero), le insinué a éste que les dijese a Rosa y Beni la posibilidad de instalar un timbre arriba por si en un momento determinado el "jefe" se encontrase mal y pidiese ayuda.

Le pregunté a Jesús cuántos años llevaba trabajando para Manuel y me contestó que diez. Y a la segunda pregunta que le hice, sobre cómo le avisaba estando él en el jardín, si ocurría algún percance o Manu necesitara algo urgente, me contestó:
-Nunca me llamó.

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