El reciente capítulo del caso mascarillas,
que ha llevado a la detención del presidente de la Diputación de Almería junto
a otras seis personas, nos obliga a reflexionar sobre cómo algunos aprovecharon
la tragedia y el dolor de la pandemia para lucrarse de forma ilegal. La
corrupción, en cualquiera de sus formas, es siempre reprobable, pero hacerlo en
medio de una emergencia sanitaria que dejó hospitales colapsados, familias
rotas y una economía devastada es especialmente ruin.
Durante los meses más duros de la
pandemia, mientras la mayoría de los ciudadanos cumplía con confinamientos,
toques de queda y el uso obligatorio de mascarillas, algunos políticos y
empresarios vieron en esta crisis una oportunidad de negocio sin precedentes.
Años después, las investigaciones judiciales y los informes policiales han
sacado a la luz una realidad incómoda: mientras se pedía responsabilidad y
sacrificio a la población, desde las altas esferas se tejían tramas de
comisiones ilegales y contratos millonarios.
El uso obligatorio de mascarillas,
convertido en símbolo de la lucha contra el virus, fue una de las medidas más
controvertidas. Aunque inicialmente parecía una decisión basada en criterios
sanitarios, con el tiempo se descubrió que, en muchos casos, no existían
informes técnicos que justificaran su obligatoriedad, especialmente en los
últimos meses de la pandemia. La Audiencia Nacional llegó a solicitar al
Ministerio de Sanidad los documentos científicos que respaldaran la medida,
pero estos nunca aparecieron porque no existían. En su lugar, se impusieron
normas poco transparentes que, lejos de basarse en la evidencia, parecían
responder a otros intereses.
Esta falta de soporte técnico no solo
generó confusión, sino que alimentó la percepción de que la mascarilla se había
convertido en una herramienta política y, para algunos, en un negocio
multimillonario. Para maximizar las ganancias, era imprescindible que su uso
fuera generalizado y obligatorio, lo que llevó a una maquinaria punitiva
descontrolada: cientos de miles de sanciones por incumplimientos, muchas de las
cuales fueron anuladas posteriormente por los tribunales. En algunos casos,
como el de un vecino de Almería con crisis asmáticas, las autoridades ignoraron
deliberadamente certificados médicos válidos, vulnerando derechos
fundamentales, teniendo que recurrir a la justicia para poder corregir estos
despropósitos.
Mientras tanto, en las altas esferas, se
movían cifras de millones. El caso Koldo, aún en instrucción, es un ejemplo
paradigmático: empresarios sin experiencia en material sanitario obtenían
contratos millonarios gracias a intermediarios vinculados al Ministerio de
Transportes. Peor aún, se expedían salvoconductos para que estos empresarios y
sus allegados se movieran libremente por el país en pleno confinamiento,
mientras el resto de la población no podía salir de su municipio.
A este escándalo se suma ahora el de la
Diputación de Almería, donde se investigan contratos de más de dos millones de
euros adjudicados a empresas sin experiencia, con sospechas de comisiones
ilegales y blanqueo de capitales. El patrón es siempre el mismo: dinero
público, urgencia, falta de controles y beneficiarios bien conectados.
La pandemia no solo fue una crisis
sanitaria; también fue un espejo que reflejó las carencias políticas,
administrativas y morales de nuestro país. Mientras unos obedecían, otros se
aprovechaban. Mientras unos se sacrificaban, otros hacían caja. Y aunque no hay
una resolución judicial que concluya que las mascarillas se impusieron para
inflar comisiones, los hechos son claros: normas sin aval técnico, sanciones
masivas, certificados médicos despreciados y tramas de corrupción que se
beneficiaron del sufrimiento colectivo.
El dolor de la pandemia fue real. Pero también lo fue el negocio que algunos hicieron con él. Ahora, más que nunca, es imprescindible exigir transparencia, justicia y medidas que garanticen que, en futuras crisis, el interés público prevalezca sobre los intereses privados.

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