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No, ni ná: lo que queda de la Transición

Ignacio
Ortega 

A quienes vivimos la Transición hace cincuenta años, se nos planteó una pregunta inmediata tras la muerte del dictador en aquel mes de noviembre de lenta y tensa espera: ¿estábamos preparados para la democracia? La urgencia social y el hartazgo de una juventud exhausta respondían a una profunda necesidad de creatividad, imaginación y libertad. El país no podía esperar, y la respuesta generacional era un contundente y visceral "¡No, ni ná!", esa expresión andaluza que encapsula perfectamente la fuerza de una voluntad afirmativa. 

Y el cambio llegó. No porque lo hubiéramos gestado mayoritariamente en una pedagogía de resistencia, sino porque murió el dictador. A partir de ahí, comenzó una Transición que quiso empaparnos, como lluvia fina, de un nuevo modo de vivir en libertad. Sin embargo, aquel proceso no fue la transformación popular que muchos soñaron. 

Fue algo más complejo, casi una transubstanciación política: como en el dogma católico, donde en la misa la sustancia del pan y el vino cambia al Cuerpo de Cristo mientras los accidentes -la apariencia, el sabor, la textura-  permanecen iguales. 

La sustancia del franquismo -el poder vertical, las leyes sin consenso, la ausencia de derechos y la prensa tutelada- fue sustituida por la Constitución de 1978, que proclamó libertades y soberanía popular. Sin embargo, muchos de aquellos ‘accidentes’ permanecieron intactos: el aparato judicial, policial y administrativo siguió  condicionando la vida pública de los españoles. 

Hoy, medio siglo después, una parte del país añora viejas seguridades y se acerca a discursos populistas que prometen orden a costa de pérdida de derechos. A veces da la impresión de que estamos viviendo una contratransubstanciación silenciosa: una erosión de la sustancia democrática que, con sus aciertos y límites, ha permitido a generaciones vivir bajo un marco de libertades. 

Y sin embargo, pese al ruido, la crispación en redes y los debates que incendian cada día la conversación pública, he aprendido algo sencillo. Lo único que necesita este país es algo de decencia y, simplemente, practicar la democracia. Porque la democracia no se hereda: se ejerce.

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