Sorprende que, en tiempos de
clickbait, cuando los titulares suelen ocultar la esencia de la noticia para
rascar visitas a costa de la ambigüedad, aparezcan algunos deliberadamente
explícitos. Me refiero a una noticia publicada en Diario de Almería, la pasada
semana, cuyo titular decía Almería: la población extranjera es responsable de
casi el 40% de las condenas. A simple vista, parece una alerta inequívoca sobre
criminalidad extranjera. Sin embargo, el dato encierra más sesgos de los que
revela y, sobre todo, se presta a interpretaciones racistas si no se
contextualiza.
Cuando se ordena cualquier
dato por magnitud, siempre habrá un primer y un último puesto. Si clasificamos
las provincias españolas por el tamaño medio de la nariz de sus habitantes, una
encabezará la lista y otra la cerrará. Nadie sensato buscaría explicaciones
étnicas, culturales o morales a esa “desigualdad”. Con los delitos y la
inmigración, muchos caen en esa trampa lógica. El orden numérico no demuestra
una causa subyacente. En estadística, el orden no es explicación, solo describe
una distribución.
Toda distribución social o
criminal presenta, inevitablemente, sobrerrepresentaciones e
infrarrepresentaciones. En casi todos los delitos violentos los hombres están
sobrerrepresentados respecto a las mujeres, pero a nadie se le ocurre expulsar
a los varones de la sociedad. En cambio, en infanticidios y envenenamientos
aparecen más mujeres y tampoco por eso se estigmatiza a todas. Los hurtos y el
vandalismo concentran jóvenes; los fraudes fiscales, adultos con poder
económico. Del mismo modo, en España ciertos grupos, como los gitanos, han
estado sobrerrepresentados en estadísticas de hurtos o drogas por desigualdades
históricas y marginación, no por una supuesta predisposición biológica al
delito.
El uso selectivo de categorías
para generar alarma es evidente. Si clasificamos las provincias por tasa de
violaciones per cápita, una tendrá que ser la “peor”. ¿Propondríamos expulsar a
sus habitantes? Sin embargo, cuando se usa “extranjeros” como etiqueta, el
titular sugiere que la nacionalidad es la causa, omitiendo factores sociales,
económicos e incluso legales, como mayor exposición a controles policiales o
menor acceso a defensa jurídica. Además, no distingue entre europeos
comunitarios y extracomunitarios, latinos, asiáticos, magrebíes o
subsaharianos; tampoco entre hombres y mujeres. Las mujeres —también entre
inmigrantes— delinquen menos que los hombres. ¿Deberíamos expulsar a
“extranjeros” y dejar a “extranjeras”? La agrupación indiscriminada invita al
lector a rellenar el vacío con prejuicios, sugiriendo subliminalmente que el
problema es “musulmanes o africanos”, cuando el dato podría incluir mayorías de
otras latitudes.
Esta manipulación de la
percepción se agrava por un doble rasero. Sobrerrepresentaciones que no
incomodan, como la de los hombres en asesinatos o la de españoles en delitos de
corrupción, pasan desapercibidas. Lo mismo con las personas mayores en estafas
piramidales. En cambio, cuando un grupo ya estigmatizado aparece en un dato
parcial, la alarma se dispara. Esa asimetría revela más sobre nuestros
prejuicios que sobre la realidad.
La criminología y la
estadística social advierten que los delitos se relacionan con desigualdades
estructurales, marginación y factores socioeconómicos, no con rasgos innatos de
un grupo. Usar cifras parciales para avivar miedos es estadística maliciosa.
Igual que un ranking de narices no prueba teorías biológicas, un porcentaje
aislado no prueba la culpabilidad de una comunidad. Cada vez que un titular
destaca a un grupo como “sobrerrepresentado” en el crimen, conviene
preguntarse: ¿hay contexto? ¿hay comparación justa? ¿o solo se usa la
estadística para apuntalar prejuicios? La responsabilidad social exige mirar
los números críticamente y no convertirlos en armas de exclusión.
Los periodistas son los primeros que deberían tener claro que, en un Estado de derecho la responsabilidad penal es individual. Un delito no “pertenece” a un sexo, una nacionalidad o una etnia; lo comete una persona concreta y solo ella responde. Señalar a una comunidad por los actos de algunos de sus miembros es incurrir en falacia ecológica (atribuir al conjunto lo que observas en una parte) y vulnera el principio de igualdad ante la ley (art. 14 CE) y la presunción de inocencia (art. 24 CE). Además, esa generalización distorsiona la estadística: cuando agrupas por etiquetas amplias (“extranjeros”, “gitanos”, “jóvenes”) mezclas realidades sociales muy distintas y confundes correlaciones con causas, alimentando estigmas que empeoran la integración y, paradójicamente, pueden aumentar el riesgo delictivo. Como dijo Macarena Olona en otro contexto, no viola “un hombre”, viola un violador; del mismo modo, no delinque “un extranjero”, delinque un delincuente. La política pública sensata se centra en personas y situaciones concretas (factores de riesgo, oportunidades delictivas, apoyo social y control efectivo), no en castigos o sospechas colectivas que solo sirven para fabricar chivos expiatorios.
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