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Sobre conflictos y argumentaciones (II)

Luis Cortés
Profesor de Literatura

Hace unos días, buscando otro tipo de información, me encontré con una opinión de Jorge Valdano, director general del Real Madrid, que entroncaba felizmente con nuestra columna anterior. Fue con motivo de una situación de conflicto entre el entrenador del Real Madrid y el del Sporting de Gijón. Según Valdano, el rifirrafe dialéctico había sido desigual pues en tanto que Preciado, que así se llama el entrenador del equipo asturiano, había recurrido al insulto, Mouriño, entrenador del Real Madrid, había dado argumentos; por ello, concluía el dirigente madridista, no tiene sentido alguno comparar las actuaciones de ambos entrenadores.

Sin entrar en culpabilidades ahora aquí, lo dicho se podría asociar con esa frase tan conocida que asevera que la sabiduría y la argumentación hablan, en tanto que la ignorancia y el insulto vociferan. Argumentar, decíamos, significa defender una idea o una opinión aportando un conjunto de razones con objeto de convencer. Es esencial para ello la existencia de, al menos, dos interlocutores: uno será el protagonista, el que sostiene determinada opinión; el otro suele ser el antagonista, el que está en desacuerdo con tal apreciación. Por eso, el debate es “la” práctica argumentativa por excelencia, aunque no, evidentemente, la única. Así, el consejo resulta también un tipo básico de interacción plenamente argumentativo, pues si bien no hay confrontación como en el caso del debate -al no haber intereses diferentes-, sí se necesitará dar razones a la persona que nos lo pide, si queremos que nuestra opinión le resulte válida.
 
En general, se aceptan varias fases en un intercambio de ideas. La primera es la tesis, que se refiere a la etapa en la cual se presenta el ‘problema’, bien como una pregunta o bien como una simple afirmación. Si yo digo a alguien que “El ministro Rubalcaba habla muy bien” habré planteado a un interlocutor mi opinión; ante ella, el interlocutor podrá no responder; si lo hace, sus respuestas podrán ser de dos tipos: a) que no sugieran confrontación “Seguro que sí” o “A mí también me gusta mucho” o “Sí, es verdad, aunque no me gustan algunas de sus ideas”; en todos estos casos, en que la actitud del interlocutor parece estar de acuerdo con mi opinión, el tema puede quedar zanjado en ese momento; diríamos que no hay motivo de ‘discusión’; cada participante ha presentado sus puntos de vista; como estos no son contrarios, no tiene sentido pasar a una fase posterior.

Diferente será si nos encontramos con una respuesta del tipo b) o sea, de las que sí muestran oposición: “A mí no me gusta como habla ese hombre” o “¿Ah, sí? ¿Por qué?” o “Pues yo no comparto esa idea de que hable bien”. Aquí comienza un desacuerdo sobre la proposición inicial “El ministro Rubalcaba habla muy bien” por lo que la discrepancia pasa a ser el tema del debate, o sea, el problema, que nos lleva a la tercera fase, la de la argumentación, en la que los participantes hacen uso de principios lógicos para justificar los puntos de vista; por ejemplo, yo tendré que aportar razones que defiendan mi opinión de por qué creo que el ministro habla bien: “Se lo he oído a personas muy entendidas como tal y tal y tal”; “utiliza muy bien las pausas, los gestos y las manos”; “tiene un vocabulario muy amplio que le permite fácilmente encontrar la palabra exacta”, etc. Cuanto mayor sea el número y la fuerza de esas razones, más fácil será concluir la verdad de la proposición inicial.

Los argumentos se podrán considerar correctos en tanto en cuanto que esa gente a la que yo aludo como autoridades sea muy prestigiosa; en tanto en cuanto que el buen empleo de las pausas, los gestos y las manos sean indicadores del bien hablar, o, en tanto en cuanto, que sea cierta esa amplitud de vocabulario y su rigor a la hora de utilizar la lengua en su discurso político. Cada una de estas razones formará parte de la argumentación.
 
Posiblemente porque la modestia da al mérito fuerza y relieve, como hacen las sombras respecto a las figuras en un cuadro, el efecto será mayor cuando los citados argumentos se manifiesten de manera adecuada. Ya lo afirmó hace ahora trescientos años F. Fénelon “No basta con tener razón, mantenerla de una manera brusca y altanera, es deshonrarla y echarla a perder”. Todos sabemos que en el discurso político, como en cualquier otro, mantener un argumento de una forma grosera, violenta o arrogante, hace que se pierda buena parte de su valor como arma persuasiva de comunicación. No digamos cuando tal cosa hemos de padecerla directamente de uno de nuestros interlocutores. ¡Menudo sufrimiento!

No obstante, no deberían olvidar que “contra hechos, no valen argumentos”; esta frase se atribuye a Santo Tomás.

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