El
poeta bilbilitano Valerio Marcial, en el siglo I, aconsejaba llegar a las
Saturnales con espíritu liberador, olvidar la dureza del año y entregarse a un
“diciembre entre agradables juegos”. Durante esas fiestas, el orden establecido
se transgredía legalmente; lo único prohibido era castigar, circunstancia que
aprovechaban los esclavos para lanzar pullas e imprecar a sus amos.
Hoy
celebramos un rito transformado, ya lejano de su origen, pero algo de aquella
cultura pagana ha quedado: el deseo de reconciliación con nosotros mismos y con
los demás. La Nochebuena sigue siendo un momento de dicha compartida.
Recuerdo
a mis héroes de infancia: mi madre arreglando la casa y mi abuela cocinando en
un infiernillo, aventando el humo del petróleo. A la hora de la cena, el mantel
bordado a bolillos rescataba una comida austera, pero preparada con esmero,
donde no faltaban las alcaparras, las aceitunas hojiblancas y las cebolletas
encurtidas. Mis hermanos contaban su día y yo, el menor, absorbía feliz las
imágenes de aquella noche, más mágica que la de Reyes.
Pero
el tiempo, que todo lo trabaja en silencio, acaba por cambiar también la forma
de mirar. Con los años entendemos que aquella pérdida no fue solo íntima: al
dejar de ser niños se nos escapa una manera confiada de estar con los otros. La
intimidad se vuelve más vulnerable, el espacio compartido se estrecha, y
aquello que antes bastaba -una mesa, lo que se recuerda en silencio, una noche-
empieza a parecer insuficiente. Es en
ese umbral de madurez donde la pregunta deja de ser individual para volverse colectiva:
¿qué le ha pasado a nuestra Navidad, hoy tan atravesada por el ruido y el
derroche festivo hasta convertirse en una canción irreconocible?
Theodor
Kallifatides, en “Otra vida por vivir”, invita a reflexionar sobre este tiempo
nuevo, diluido bajo luces de neón y villancicos de hilo musical. Quizá el
encuentro familiar sea reemplazado por el teléfono y las pantallas, mientras
las diferencias políticas se suman a viejas tensiones y el afecto se repliega
sobre sí mismo.
De
aquellos ritos de Valerio Marcial, la festividad cargada de emociones es la que
permanece conmigo. Lo cultivo entre mis sueños antes de que el tiempo los
convierta en espuma. Tal vez por eso leo su libro: no para salvar la
Nochebuena, sino para reconocer el momento en que deja de serlo.
Y, sin embargo, hay en esta noche algo bellísimo que no sé explicar mejor. Feliz Navidad.

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