Cuando llegas a la edad “senior”, como yo
-un eufemismo de viejo o anciano-, siempre hay alguien compasivo que te dice,
después de escrutarte el rostro, que por ti no pasa el tiempo, que la edad se
lleva en el alma o que la vejez es como el trigo que entra en el molino y sale
convertido en harina. Eso te dicen.
Acabo de cumplir años y la Administración
me ha regalado siglos para no tener que renovar el DNI. Me ha asignado una
fecha de caducidad imposible: el 1 de enero del 9999. Un chiste burocrático
que, lejos de sorprenderme, me hace sentir una ráfaga de furia. Es como si no
hubiera hecho nada en la vida: una concesión, un margen de generosidad para
saldar cuentas y cerrar el ciclo con la serenidad que dan los años
A mí me basta con llegar a los 100. No
aspiro a edades de leyenda. La inmortalidad que me concede el nuevo DNI es la
de los patriarcas bíblicos, pero yo lo que quiero es la longevidad activa de un
Clint Eastwood o la vida sin ataduras de Indiana Jones.
Ahora que he llegado a “senior”, me
declaro un anciano adoptado por los años. El tiempo que me regaló la
Administración es el mismo que la sociedad me roba: el de la pausa, el cuidado
y la memoria sin prisa. Por eso, mis próximos treinta años no serán una simple
lista de pendientes, sino un acto de resistencia activa.
Quiero volver a las calles de esta ciudad
con el paso lento de la memoria, leer los libros que me enseñan a dudar y
escribir para quienes ya no tienen voz. Cumplir no es sumar años, sino afinar
la mirada para descubrir, acá y allá, las pinceladas virtuosas del vivir con
dignidad en el lienzo de la vida.
Me restan años para hacer aquellas llamadas pendientes, empezar a querer a quienes olvidé y domesticar la soledad donde antes había vacío, dibujándole ojos al sillón de mi casa. Quiero latir lo que reste de tiempo en un orden de luz y dignidad, y, si llega el momento de partir, gritar con Bruna Lombardi: “Que me den el veneno más lento, los cafés más amargos, las bebidas más fuertes, los delirios más locos, porque he vivido suficiente”. Qué más da; también me gusta volar, nunca he dejado de ser un niño.

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