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¿Sabes lo que te digo?... ¿vale?

Luis Cortés
Catedrático de Literatura

Terminar nuestras intervenciones o partes de ellas con apéndices como ¿me explico? ¿no? ¿verdad?, ¿sabes?, ¿ves?, etc. es algo frecuente que puede servir, siempre que no se haga de una manera repetitiva, para reforzar los lazos conversacionales e incluso para matizar el contenido de la frase que le precede. El problema está, como decíamos, en emplearlos de manera reiterada, hasta el punto de que estos se conviertan en fastidiosas muletillas que solo sirvan para afear nuestra habla. Sobre este mal empleo, afirmaba el profesor Criado de Val que si bien no se podía suspender a un alumno, sí, en cambio, se podía llegar a -aborrecer- a un amigo.

Ya, en un artículo anterior, mostramos nuestro rechazo ante ciertas expresiones de este tipo; por ejemplo, el uso de ¿me entiendes?, forma con la que se parece preservar nuestras deficiencias expresivas cargando el posible déficit comprensivo en la otra persona [Yo me expreso bien y eres tú el que no tienes capacidad para entenderme]. También aludíamos entonces a la conveniencia de sustituir tal forma por ¿me explico?, más delicada y con la que cabe interpretar más las dificultades como propias que como ajenas. Son fórmulas todas ellas muy sujetas a las modas y empleadas hasta la saciedad en unos momentos y relegadas, aunque sigan vigentes, en otros.

En estos últimos tiempos oigo mucho a los jóvenes una expresión tan directa como ¿sabes lo que te digo?; tras su audición, los interlocutores, generalmente, o responden dando su asentimiento o se decantan por un prudente silencio. Cierto es que en muchos de los casos lo único que cabría pensar hubiera sido una respuesta parecida a ¿pero cómo no voy a entender lo que dices si es de sentido común?, si bien los códigos sociales justifican el silencio.

No obstante, el apéndice de moda, el que tiene una vigencia más brillante en nuestros días, creemos, es el ¿vale? Se oye por todas partes y con distintos valores. Mientras pensamos cómo decir lo próximo, se suele usar para rellenar el posible silencio entre la finalización de una idea y el inicio de la nueva; asimismo, nos valemos de él si queremos cerrar nuestro turno de habla y de esta manera hacérselo ver a las personas a las que nos dirigimos.

Recordemos lo dicho hasta ahora: si estos usos se dosifican bien, aunque evitables, son normales y forman parte de la comunicación. El problema comienza cuando su empleo se hace reiterativo, machacón, como, por ejemplo, ocurre en esta grabación realizada en 2007 a un agricultor almeriense:

No, no creo que estén quitando el trabajo de los invernaderos, ni nada de eso ¿vale?, porque está faltando mucha mano de obra en estos sitios, pero mucha ¿vale? Tenía yo ganas de que me hiciera una pregunta así, porque está faltando mucha mano de obra en estos sitios y resulta que es que hay mucho: parado ¿me entiendes? A ver cómo se explica eso. Que me lo expliquen, la gente lo que no quiere es agachar el lomo ¿vale? […]
 La persona que habla tiene un nivel sociocultural bajo, lo que aumenta las posibilidades de empleo, pero no las agota, ni mucho menos. De hecho, lo que me sugirió este artículo fue el haber oído esta muletilla, en el plazo de una semana, empleada de forma casi insistente en dos presentaciones diferentes por parte de dos jóvenes profesores. Y esta realidad, que no hubiera sido de extrañar en otros niveles de formación, me pareció inapropiada en estas personas. Cada idea iba rematada con su ¿vale?, lo que hacía que me sintiera, habida cuenta del acto, algo desconcertado. Por favor, si usted tiene esta costumbre de rematar lo dicho siempre con este apéndice, o con otro cualquiera, intente evitarla.

Ahora bien, la audición de tal partícula resulta ya realmente desagradable cuando adquiere un tono chulesco y atemorizador. La persona que lo emite, ignorando su mal estilo, aparenta sentirse orgullosa de su opinión y la apostilla con este ¿vale?, paladín de tan preclaro juicio. Su utilización empequeñece a quien la dice a la par que afea su forma de hablar.

Al oír estos últimos vale solo me viene a la mente la respuesta que dio Sancho al cura cuando este lo amenaza con acusarlo de ladrón si no le dice dónde está su amo. Ocurre en el capítulo XXVI de la primera parte, capítulo en el que se prosiguen las finezas que de enamorado hizo Don Quijote en Sierra Morena. Sancho respondió: “No hay para qué conmigo amenazas, que yo no soy hombre de robo, ni mato a nadie. A cada uno mate su ventura o Dios que le hizo” Pues eso, ¿vale?

Con esta columna damos por finalizada esta segunda etapa (iniciada en agosto de 2010). Desde el comienzo de esta sección, en mayo de 2009, han aparecido cincuenta y cinco artículos, todos los cuales están recogidos en http://www.grupoilse.org/. Gracias.

Sobre el Libro de Estilo de Canal Sur (II)

Luis Cortés
Profesor de Literatura

La Chronica Adefonsi Imperatoris, escrita en latín por un autor anónimo a mediados del siglo XII, relata los hechos del reinado de Alfonso VII (1126-1157), llamado El Emperador. Así, por ejemplo, describe las fiestas que se celebraron en León con motivo de la boda entre la infanta doña Urraca y García Ramírez, rey de Navarra. Entre los diversos espectáculos, uno, tan atroz y cruel como la mayoría de ellos, consistía en que hombres ciegos, armados de bastones y protegidas las cabezas con morriones, eran sacados al mismo coso en que previamente se habían alanceado algunos toros. Una vez allí los invidentes, se soltaban algunos animales de cerda para que los ciegos pudieran hacer suyo el cerdo que matasen. Tan lamentable espectáculo tenía su punto fuerte cuando estos hombres al creer golpear al animal se golpeaban entre ellos. En ese momento, el regocijo del público era total. Tal -diversión- era conceptuada en la crónica como “espectáculo digno de la sencillez del siglo XII”. Y de ahí, según Iribarren, procede el dicho palos de ciego.

Para evitar en lo posible dar palos de ciego a la profesión y al buen tino en el uso del idioma crearon sus libros de estilo distintas instituciones, especialmente las pertenecientes a los medios de comunicación. Para seguir dando esos palos de ciego al idioma algunos profesionales hacen caso omiso a lo que en ellos se dice. Es obvio que no tienen tiempo para perderlo en su lectura.

Ya comentamos en nuestro artículo último las excelencias del Libro de estilo de Canal Sur TV y Canal 2 Andalucía, especialmente su claridad. Un ejemplo de esta lo pudimos observar hace unos días en el aula, cuando leímos el fragmento que servía de respuesta a la duda que nos había planteado un alumno; este nos comentaba su extrañeza al oír constantemente en algunos canales de televisión hablar de Lleida, Girona o A Coruña, aunque los mismos canales utilizaban Nueva York y no New York o Londres y no London. El libro es claro al respecto: “Los nombres de lo pueblos, ciudades y accidentes geográficos de España se escribirán en castellano siempre que exista el topónimo correspondiente. Así, y de la misma manera que decimos Londres y no London, emplearemos Bilbao y no Bilbo; Lérida y no Lleida, Orense y no Ourense […] Solo cuando no exista el topónimo en español para la localidad, usaremos el vernáculo. Así, lo correcto es Arenys de Mar y no Arenales de Mar. Tratamiento claro y convincente.

Bien es verdad que esta ejemplar claridad no es óbice para la exposición, en ocasiones, de razones y fuentes que ayuden a justificar sus opiniones. Esto ocurre, por ejemplo, cuando se trata en el Libro la desacertada locución violencia de género. Ya dijimos hace algún tiempo lo inadecuado que resultaba tal traducción del inglés en una lengua como el español en que con el término género nos referimos a cuestiones gramaticales y no de sexo. Nuestra obra hace un tratamiento excelente del tema (págs. 131-133). Antes de exponernos su opinión, analiza la procedencia del término y su rechazo por parte de la mayoría de los libros de estilo conocidos (El País, La Agencia Efe, el grupo Vocento o El Periódico de Catalunya). Concluye el apartado recomendando a sus periodistas la inadecuación del sintagma no solo por las razones apuntadas, sino por otras dos básicas: 1.- Es una expresión que salta por encima de la semántica, y 2.- Es un sintagma de comprensión dificultosa. Para desentrañar tales títulos pueden ver ustedes la página 133. Por cierto, además de la edición en papel, podremos consultar su versión electrónica, que es gratuita.

Termino esta breve alabanza de la obra que comentamos destacando dos ideas que aparecen en su capítulo introductorio. La primera dice así: “Contra lo que se sostiene con excesiva frecuencia y cierta ligereza, el periodista de Canal Sur TV y Canal 2 Andalucía no puede dirigirse a los espectadores de manera coloquial, y, mucho menos, vulgar”. O sea, que el -comío-, el -soldao- y el -intervenío-, entre otros coloquialismos, no deberían tener cabida en los servicios informativos de la televisión y de la radio públicas de Andalucía. La segunda dice de esta otra manera: “Este Libro de Estilo no es un reglamento inflexible ni un compendio de obligaciones ineludibles”. Acertada frase, aunque tal vez no haya sido del todo bien interpretada por algunos, quienes, haciendo de su capa un sayo, han considerado baldías ciertas recomendaciones y prefieren seguir dando sus palos de ciego contra el idioma.

Si todos sus periodistas siguieran los consejos de este Libro, tendríamos unos medios públicos andaluces en los que se haría uso de un magnífico andaluz, que es lo mismo que un magnífico empleo de la lengua española.

Sobre el Libro de Estilo de Canal Sur

Luis Cortés
Catedrático de Literatura

Hace unas semanas, una amiga periodista, preocupada por el buen estilo de sus escritos, me planteó la siguiente duda: ¿se debe decir: argumentos clave o argumentos claves, puntos clave o puntos claves? Creo que le respondí acertadamente pero sin estar plenamente convencido. Es más, era tal mi inseguridad con algunos ejemplos que busqué en los diccionarios de dudas (Seco, Martínez de Sousa, Panhispánico) y en algunos libros de estilo sin encontrar referencia alguna. No puedo afirmar que no las haya, pero sí que no las encontré.

Una consulta que con este motivo hice al Dr. Polo, catedrático de Lengua española y autoridad en cuestiones normativas, me sirvió, entre otros asuntos, para conocer la excelencia del Libro de estilo de Canal Sur TV Andalucía. La obra me fue recomendada por dicho profesor por la claridad con que explicaba los distintos temas en general y este, el que había dado pie a nuestra conversación, en particular. Y efectivamente, el tratamiento que se hace del punto mencionado al inicio de este artículo es tan lúcido y coherente que no se necesita ir a consultar otras referencias.

Aunque no sé los derechos que habremos de pagar por la autoría, me gustaría ahora exponer su explicación. Está en las páginas 191 y 192, en el apartado 11.2.7, que se denomina "El plural de las aposiciones", y dice que cuando dos sustantivos se unen y el segundo de ellos especifica el significado del primero (hombres rana u hombres ranas) puede ir este en singular o en plural. La solución viene dada por la respuesta que demos a la siguiente pregunta: ¿son una cosa y la otra a la vez? Si la respuesta es que sí, admitirán el plural ambos términos. Así decretos leyes, porque son decretos y son leyes a la vez; casas cuarteles porque son casas y son cuarteles al mismo tiempo; en cambio si la respuesta es negativa, o sea que no son las dos cosas, el segundo sustantivo no lleva la marca de plural; por ejemplo hombres rana porque son hombres pero no son ranas; cheques gasolina, porque son cheques para comprar gasolina pero no son gasolina; coches bomba, porque son coches que contienen una bomba pero no son bombas. Y termina el apartado diciendo lo siguiente: "si la duda persiste, es preferible no utilizar la marca de plural en el segundo de los términos de la aposición".

El mismo día en que consultaba el citado Libro de estilo de Canal Sur TV, visitaba Almería un conocido consejero andaluz -hoy de actualidad informativa- encargado de nuestra justicia; el motivo de su llegada era la inauguración o presentación de un edificio muy grande y muy caro en el que se albergarían todos los juzgaos, abogaos, magistraos que hasta entonces estaban repartíos por diversos lugares. Meses atrás había sentido yo una cierta indignación cuando percibía la complacencia con que los locutores de un programa deportivo regional de Canal Sur Radio se recreaban -posiblemente, porque los hiciera sentirse más andaluces- en el empleo constante del -ao e -ío.

En vista de que ambos tipos de pronunciación -la del consejero y la de los periodistas deportivos- coincidían en producirse en registros formales de habla, donde no cabe tal relajación, sentí curiosidad por ver si nuestro libro de estilo había desvariado en este sentido. Afortunadamente, no fue así. ¿Quieren ustedes saber lo que dice sobre el uso de las terminaciones en a(d)o, i(d)o, etc.? Pues afirma lo siguiente (Libro de estilo de Canal Sur, pág. 222.): "Aunque es un uso muy pujante en todas las modalidades de español coloquial, andaluz incluido, debemos evitar la supresión del sonido [d] en las palabras acabadas en - ado, ya sean sustantivos: -soldado- *[soldao], o participios: -cortado- *[kortáo]. En la misma página, algo más adelante, señala esto otro: "La supresión de la d intervocálica en las palabras acabadas en -ido, -odo, -udo, -edo se considera vulgar y debe evitarse.

Puede ser que las relaciones entre la radio y la televisión andaluzas no sean cordiales y los unos se dediquen a boicotear a los otros, pues no entiendo que los libros de estilo de un medio aconsejen tan acertadamente una cosa, y los de al lado digan con insistencia y procacidad otra, casi tanta como la del Consejero que vino a Almería a inaugurar la llamada Ciudad de la Justicia.

Es tremendo que alguien no le haya dicho a este Sr., de apellido Pizarro, que podría intentar hablar un poquito mejor; que si así lo hiciera, seguiría siendo tan andaluz como cuando hablaba tan mal, y, por último, ya puesto a decirle, se le podría comentar que lo que él habla es andaluz … pero un andaluz vulgar que no es otra cosa que un español vulgar. Ni más ni menos. Señor, Señor … ¡qué fuerte es el poder!

El habla de la bata

Luis Cortés
Catedrático de Literatura de la UAL

Confieso que en mi vida me he puesto una bata de casa; en mi juventud pensaba que era de personas mayores; ahora que lo soy yo, no se ha desarrollado en mí querencia alguna por dicho atavío. Sospecho, sin embargo, que ha de ser una prenda de máxima comodidad dado que su florecimiento en el ámbito casero se extiende tanto en el tiempo como en el espacio. Parece ser, no obstante, que en nuestros días está recibiendo una fuerte competencia por parte del chándal, ropa nacida para el deporte y que ha encontrado hasta tal punto acomodo en la vida juvenil que se postula como la alternativa natural de la bata, como los tenis son de los zapatos o los vaqueros del pantalón.

Quienes usan esas batas saben que con ellas no pueden –al menos no deben- ir a un acto público; una persona con tal atuendo en la cola de un cine no parece que dé una imagen adecuada socialmente. Para estas ocasiones se vestirán con otras prendas: pantalón, jersey, chaqueta, etc. La bata tiene su sitio y la chaqueta el suyo.

Cuento todo esto porque hace muchos años que repito a mis alumnos que con el uso del habla pasa igual que con la vestimenta citada: existe un habla de la bata, un habla de la chaqueta y un habla del chaqué; esta última es la que se emplea en las situaciones solemnes y de la que ahora no nos vamos a ocupar. Bueno … también existe un habla andrajosa y llena de impurezas. Las personas que dominan la lengua conocen varios registros y saben en cada momento cuál han de utilizar; por el contrario, las menos dotadas lingüísticamente solo emplean el único que conocen, mejor o peor, que suele ser el coloquial. Son muchas, sin embargo, las que ignoran que hay usos válidos para el registro de la bata que no sirven para el registro de la chaqueta, pues lo coloquial no siempre es aceptable en situaciones formales, como puede ser una conferencia o una entrevista radiofónica. El ejemplo que suelo citar es el del comío, que todos podemos emplear en algunos casos en nuestra casa o en el ámbito de los amigos y que es adecuado en un registro coloquial pero que no lo es en un registro formal. El hecho contrario, el uso de términos propios del discurso formal en nuestra lengua coloquial, nos puede llevar directamente a un habla petulante, tan inadecuada como la anterior.

Hablar bien, por consiguiente, requiere adecuar la lengua a la situación, y esta no es la misma si estamos dando clase a nuestros alumnos o hablando de fútbol con los amigos. En el primer caso, en la explicación académica, utilizaremos un registro técnico-próximo –una conferencia, sería técnico-distante-  y con nuestros amigos, utilizaremos un registro coloquial. Y en este se nos permiten no sólo vocablos especiales  (cachondeo, pirarse, etc.), frases hechas (‘salir enchufado’ en el sentido de ‘salir concentrado’;  ‘cruzársele los cables’ con el significado de ‘perder un poco la razón’, etc.) sino aspectos del lenguaje que si bien no son del todo correctos pueden ser adecuados para este registro.  Así, la sustitución del relativo cuyo por que su en construcciones como “El Roquetas es un equipo que su objetivo es la permanencia”; la omisión de la preposición en ante el relativo que, en casos como  “El día (en) que me quieras” o “En el momento (en) que llegaste”. Del mismo modo se consiente en dicho registro coloquial la pérdida  de la preposición  de en ejemplos como “Me acuerdo (de) que cuando pasó aquello …”, aunque lo correcto sea “Me acuerdo de que …. Los ejemplos serían muchos. Citemos dos más: uno es alante, variante reducida del adverbio de lugar adelante, en casos como “vete para alante”; y otro es el empleo de adentro seguido de de en “Lo encontraron calcinado adentro del coche”; ambos serían inadmisibles en el habla de la chaqueta, donde solo se podría decir “vete para adelante” y “dentro de su coche”, pues son las dos acepciones aceptadas en la norma culta del español. Podemos decir que todos esto empleos, en este registro coloquial,  tienen licencia y no llegan a ser vulgarismos; sí lo serán, en cambio, usos como “me se cayó el lápiz”, “la regalé una bicicleta”, "ojalá  fuera ido antes”, “detrás mía” “cónyugue”, etc.); son inaceptables con bata, con chaqueta o con chaqué. Sería el habla de la  chupa del dómine Cabra, tan sucia como andrajosa.

“Señor -respondió Sancho-, cada uno ha de hablar de su menester dondequiera que estuviere”. Efectivamente, Sancho, pero si es posible hagámoslo adecuadamente,  con discreción y sin impurezas. Es lo deseable.

El español y el alargamiento de palabras

Luis Cortés
Catedrático de Literatura

«Caballo grande, ande o no ande es un dicho típico en los pueblos donde la agricultura requería de la ayuda de estos animales tan sacrificados; con el paso del tiempo, el refranero popular nos regala expresiones que tienen tanta aplicación a la vida diaria (e incluso al deporte) que realmente asusta».

Así comienza un artículo que trata del baloncesto español y que leí hace unos días en Internet. El autor se vale de esta conocida frase idiomática (caballo grande, ande o no ande) para aludir a lo que denomina «la moda de los 2,10», es decir, el traer a nuestros equipos jugadores de esta altura, aunque luego no sean muy buenos baloncestistas. Pues bien, si la moda de los 2.10 se está instalando en nuestra liga de baloncesto, la moda de las palabras largas se alojó hace ya unos años en nuestro vocabulario.

Son muchos los descubridores de mediterráneos que consideran como un encanto cultural más el crear  palabras alargando algunas ya existentes.  Tales descubridores no hablarán de peligro, sino de peligrosidad, ni van a ver intención, sino intencionalidad; emplearán tensionar en lugar de tensar, culpabilizar en vez de culpar, concretizar en lugar de concretar, institucionalizar en vez de instituir o recepcionar en el puesto de recibir. Desconocen tales “innovadores que, por un lado, en realidad tales neocultismos  sólo sirven para afear la lengua y crear confusión, y, por otro, que el uso de esta será más elegante cuanto menos afectado resulte su estilo; es su ansia de notoriedad vía “cultura” la que les empuja a preferir más estas rebuscadas palabras que las originarias. ¡Extraña y megalómana forma de proceder!

La moda, que ya ha recibido varios nombres: polisilabismo, archisilabismo, manía sesquipedálica, tiene su origen, generalmente, en el desconocimiento de los mecanismos que se siguen a la hora de generar nuevas palabras. En español, de un verbo,  influir, se crea un sustantivo influencia, sin que ya tenga sentido alargar esta última palabra para crear un nuevo verbo verbo, *influenciar, pues este significaría igual que el originario influir; más disparatado aún resultaría concebir de ese falso verbo (*influenciar), un nuevo sustantivo *influenciación, que significaría exactamente igual -aunque más pedante- que influencia. El fenómeno, desgraciadamente, está tan extendido que podrían ser cientos los ejemplos a los que cabría aludir. Veamos únicamente otro más, si bien puede ser el más conocido: del verbo poner, se  genera el sustantivo   posición; hasta ahí todo correcto; pero alguien, descontento con tales términos y deseoso de aportar su capacidad creativa a nuestra lengua, inventa, a partir del citado sustantivo, una nueva palabra posicionar, con el significado de poner; todos los domingos, en las retransmisiones futbolísticas oímos decir que tal equipo está muy bien posicionado en el terreno de juego, cuando siempre se ha dicho, acertadamente, colocado, situado, puesto, etc. Ahora bien, el remate final lo realiza un nuevo y agudo  inventor,  más necesitado de novedades, quien, a partir del ya falso verbo *posicionar,  concibe un nuevo sustantivo  *posicionamiento, con el mismo significado físico que posición. No hablamos del significado ideológico «asumir o mantener una actitud», que es un anglicismo derivado de «to position» y que merecería otro artículo.

Igual puede ocurrir si la palabra originaria no es un verbo, sino un sustantivo; por ejemplo, del sustantivo teoría  se crea el verbo teorizar, y ahí termina el proceso. Bueno, termina hasta que llega el ‘innovador de turno’ y crea por su cuenta y riesgo un nuevo sustantivo *teorización, y posiblemente, con el tiempo, otro nuevo verbo *teorizacionar, palabras estas dos últimas grandes aunque no signifiquen nada que no estuviera ya en teoría y teorizar, respectivamente.

El fenómeno cada vez está más extendido. Quien esto escribe tuvo que llamar hace unas semanas a un despacho de la administración universitaria; la persona que cogió el teléfono no era la persona por la que yo preguntaba, no obstante me informó de que la buscada había salido y llegaría en unos diez minutos; a los quince minutos, volví a llamar y, muy atentamente, la misma persona me indicó que la deseada ya estaba y que enseguida me ponía con ella; lo curioso fue que me lo dijo de esta manera tan archisilábica: «espere un momento que voy a direccionarle con ella»; le di las gracias, aunque sorprendido por tan extraño empleo verbal.

Palabra  larga, valga o no valga. ¡Qué alegría vivir en un país tan creativo! Pero … ¡qué pena que gaste su imaginación en tales caprichos! Las manías de grandeza son así de antojadizas. ¿O no?

El lenguaje político, la derecha y la izquierda

Luis Cortés
Catedrático de Filología de la UAL 


Hace unos meses formé parte de un tribunal de Tesis doctoral en la Universidad de Granada. La Tesis trataba del discurso político; más concretamente, de los debates sobre el estado de la nación y su repercusión en los medios de comunicación. El doctorando, hoy ya Doctor Sánchez García, analizó con precisión el discurso empleado en estos debates, así como el especial papel reservado a los titulares en la transmisión de la información política. Para ello se basó en dos tipos de textos, ambos complementarios: el primero estaba formado por todos los «Debates sobre el estado de la nación» (19 en total), que  tuvieron lugar desde 1983 –fecha de celebración del primero- hasta 2007 –último debate de la primera legislatura de Rodríguez Zapatero-; el segundo tipo de documentos procedía de la recopilación de todos los titulares de prensa de los diarios nacionales relativos a los  citados debates: un total de 2.557 titulares. Llegado a este punto de la columna, no se ha de preocupar el lector, pues no nos vamos a referir a la   metodología empleada, a los aciertos o desaciertos del trabajo o a la bibliografía omitida. Pero sí, a algunos detalles que, sin ser importantes para el desarrollo del estudio, nos llamaron la atención.

Al analizar los términos empleados por los líderes de la izquierda y de la derecha  para referirse al nombre de la nación y de sus ciudadanos, nos encontramos con algunas sorpresas: por ejemplo, que el término España fuera más empleado por la izquierda que por la derecha; esta última opción política, tradicionalmente, ha reprochado a sus oponentes de izquierdas que soslayen el nombre del país, España, y que empleen otros términos sinonímicos para sustituirlo: «en este país», «territorio» o incluso «nación»; en dichos debates,  el Partido Socialista utilizó el término España  en 811 ocasiones, en tanto que la derecha 702 veces. Sorpresa fue también para nosotros -en virtud del ideario de ambos partidos-  que no hubiera diferencia en el uso del término patria; evitado por ambas ideologías, únicamente fue empleado, en el total de los debates analizados, en una única ocasión tanto por la derecha como por la izquierda. 

No es extraño, sin embargo, que la izquierda haya empleado bastante más el término país (en 519 ocasiones) que la derecha (en 341); lo que no sabíamos es que la progresión en este uso se debía a la preferencia personal de Rodríguez Zapatero, ya que en la época de Felipe González su manejo no fue tan frecuente. Tampoco resulta chocante que, a la hora de referirse a los habitantes, la derecha opte, principalmente, por españoles en tanto que la izquierda por ciudadanos. A lo largo del estudio se analizan otras cuestiones pragmáticas, como por ejemplo que los representantes del Gobierno, en su afán de difuminar las responsabilidades de los agentes políticos, empleen más las construcciones impersonales y la pasiva, o que en los líderes de los partidos gobernantes se observe una mayor tendencia al yo, al personalismo, con el objeto de atribuir a su liderazgo los grandes logros de gestión; contrariamente, en la oposición es más frecuente el nosotros o los españoles.

En el capítulo en que nuestro ya Doctor se ocupa de los mecanismos sutiles empleado por los políticos a la hora de manifestar suave y decorosamente aquellas ideas cuya recta y franca expresión sería dura  de aceptar, se habla del llamado eufemismo político. Este suele ser mucho más empleado por el Gobierno que por la oposición y aflora en cualquier debate, máxime en los debates parlamentarios de gran tensión, como el que tuvo lugar en julio de 2008 -debate en que se trató sobre la crisis económica-; es obvio que esta fue minimizada por el Gobierno socialista, y se constituyó en llamativa prueba de ello el empleo por parte de Rodríguez Zapatero de catorce eufemismos  diferentes -en el mismo debate-. Como queda recogido en el Diario de Sesiones, el líder socialista evitó el término crisis y lo sustituyó por los siguientes sintagmas: “situación ciertamente difícil y complicada”, “condiciones adversas” “una coyuntura económica claramente adversa», “brusca desaceleración”, «deterioro del contexto económico”, “ajuste”, “empeoramiento”, «escenario de crecimiento debilitado”, «período de serias dificultades”, “debilidad del crecimiento económico”, “difícil momento coyuntural”, “empobrecimiento del conjunto de la sociedad”, “gravedad de la situación” y “las cosas van claramente menos bien”. ¡Espléndido estuvo, lingüísticamente hablando, el Presidente! ¡Qué manera de agrandar y engrandecer la lengua española! Todo tiene su otro lado.

Los andaluces y sus "deficiencias" comunicativas (y II)

Luis Cortés
Catedrático de Filología de la UAL

Un maestro pregunta a uno de sus alumnos: Juanito, ¿cuántoh  son  treh y treh?; el alumno contesta:  zaih; el profesor le dice que lo diga un poco mah fino, y el alumno responde: zaissss. Y es que para nosotros, los andaluces, hablar fino es pronunciar las eses finales. No podemos negar que siempre haya existido un cierto complejo de inferioridad con respecto a nuestra habla, que, por contraste con otras, era considerada por nosotros mismos como  basta. En nuestra infancia, cuando los complejos estaban más acentuados, no nos resultaba extraño aquel amigo que tras un breve periodo en Madrid intentaba adoptar, a su vuelta a Almería, la nueva pronunciación; o ese otro que, tras una estancia, que no iba más allá de unos meses, en los aledaños de Barcelona, volvía imitando el acento catalán. Afortunadamente, eran otros tiempos.

El habla almeriense, como la murciana o bogotana, sigue la norma de Sevilla, la cual, opuesta a la castellana, se fue extendiendo debido al prestigio cultural, económico y social de la ciudad; su expansión llega a lugares como  las Canarias  o América. Por ello, la fonética en estas zonas es más relajada, menos académica que la castellana. En cambio, nuestra morfosintaxis es más pura, más reglamentada, más correcta. Los andaluces jamás confundiremos los tiempos verbales; el buen uso nace con nuestra lengua materna, y si la corbata la hemos comprado hoy, jamás diremos hoy me compré una corbata, sino que emplearemos el tiempo correcto: hoy me he comprado una corbata; y si fue ayer, diremos ayer me compré una corbata, y nunca se nos ocurrirá decir –como en otros lugares de España donde hablan “fino”- ayer he comprado una corbata. Tampoco somos laístas, ni leístas, como son muchos de los hablantes de las otras comarcas que siguen la norma castellana; esto hace que nos resulten tan extrañas incorrecciones como la regalé una bicicleta (a mi hija) o la pegué con un palo (a la vaca), que se dicen mucho en León, Valladolid, Madrid, etc., pero nunca en Andalucía. Son dos ejemplos de lo que se denomina laísmo.

Decíamos en nuestra columna anterior, al referirnos a aquella joven almeriense cuyo preparador de oposiciones le pedía que hablara como si hubiera nacido en Ciudad Real, que cada persona en situaciones formales –es el caso de una oposición- debería hablar la lengua culta de su ciudad, con lo que estará hablando un español estándar que nada tendrá que envidiar al de cualquier otro lugar. Y esto exige rechazar tanto una posible pronunciación castellana, por artificial y forzada, como una pronunciación excesivamente coloquial, cuando no vulgar. Un castellano diría sin esfuerzo alguno  son las seis, lo que para nosotros sería, en el mejor de los casos, algo artificioso, postizo, forzado; un almeriense que hable mal diría, en esa misma situación son lah  saih , una pronunciación vulgar, con excesiva apertura de la e de seis que llega a oírse casi como a; otra persona también nacida en Almería, más o menos culta, dirá son la seih, lo que es español estándar, correcto, tanto como cualquiera. 

Terminaré este artículo con dos anécdotas muy conocidas entre los filólogos; ambas se las debemos a don Manuel Alvar, expresidente de la Academia Española de la Lengua y gran estudioso de las hablas meridionales. Cuenta don Manuel que cuando estaba haciendo las encuestas para la elaboración del Atlas Lingüístico y Etnográfico de las Islas Canarias, y ante la pregunta ¿qué se habla aquí?, un informante de la isla de La Palma le contestó que allí hablaban español “porque castellano no lo sabemos hablar”. Pues eso es lo que nos pasa también  a los almerienses … que nosotros hablamos español pero no castellano, porque este dialecto no sabemos cómo se habla.

No hablemos, sin embargo, de cualquier manera; despreciemos las opiniones, vengan de quienes vengan, que defienden que todo vale, que qué más da, que lo importante es entenderse y que la lengua puede con todo. No hemos de olvidar, por ejemplo, que el lenguaje es una fuente importante de información acerca de las personas con las que tratamos; su forma de hablar sirve para ubicarlas (modestas, soberbias, hipócritas, soeces, machistas, cultas, incultas, etc.); es una magnífica carta de presentación.

Evitemos, en situaciones formales especialmente, las pronunciaciones apartadas de nuestra norma culta. Huyamos, y esta es la segunda anécdota que nos cuenta Don Manuel Alvar, de ese maestro andaluz que les decía a sus alumnos: niño, zordao, barcón y mardita zea tu arma ze ehcriben con ele. ¿O mejor así?

Los andaluces y sus "deficiencias" comunicativas

Luis Cortés
Catedrático de Filología de la Universidad de Almería 


En el plazo de una semana, además de enterarme de que había regiones en España en las que no pagábamos impuestos al Estado, he oído en dos tertulias televisivas que a dos personas no se las entendía cuando hablaban porque eran andaluzas. En ese mismo período, me comenta una amiga que a una joven almeriense le ha propuesto su preparador de oposiciones que en la exposición oral de los temas intente imitar la norma castellana, o sea, como si hubiera nacido en Ciudad Real.

Tales hechos me han traído a la memoria a aquella diputada catalana, hoy de actualidad por un vídeo,  que acusó a la ministra de Fomento, Magdalena Álvarez, de hablar mal por su condición de andaluza.  En aquella ocasión me decidí a escribir un artículo, “Los principios del bien hablar”, en el que defendí  la improcedencia de tal acusación. Aludía, entonces, a cómo desde hace ya muchos años los estudiosos convinieron en la existencia de dos normas del español hablado: la castellana y la andaluza, sin que una sea superior a la otra; cada una tiene sus particularidades. No hay, por tanto, acentos mejores ni peores por haber nacido en Sevilla o en Lugo, pero sí hay, sin embargo, variantes más apartadas del español estándar: aquellas cuya pronunciación, léxico o morfosintaxis se separan  de las normas cultas del habla de cada ciudad, por lo que tienen menos prestigio social. Y estas variantes, que suelen servir de estereotipos para las burlas de los imitadores, pueden ser emitidas por hablantes gallegos, aragoneses, vascos, catalanes, pasiegos, etc. … y también, desgraciadamente, por  muchos andaluces, demasiados.

Reconocía, asimismo, en aquel artículo, lo poco afortunada que era  la manera de hablar de la entonces ministra de Fomento, pero no por su acento, porque hablar bien no depende, ni mucho menos,  tanto de dicho acento, cuanto de la riqueza y adecuación léxica, de la forma de conectar los actos discursivos, de la manera de manejar las pausas, etc. En cuanto al Sr. Preparador de oposiciones, quizá lo que quiso decir a la joven almeriense es que en una exposición profesional, académica, como es la de una oposición de ese tipo, tenía que esmerarse, por un lado, en utilizar un registro técnico –no coloquial-, y, por otro, en emplear el habla culta de su ciudad, en este caso de Almería, que no admite comío, son lah saih,,  ni nada parecido. Con ambas consideraciones, dudo de que, por su origen, el habla de nuestra paisana tuviera nada que envidiar a la de cualquier otra opositora.

Hoy, habida cuenta de que la creencia persiste y de que la gente sigue pensando que los andaluces hablamos peor que el resto de los españoles, quisiera traer un dato, que los tertulianos a los que yo oí y el preparador del que me hablaron posiblemente desconozcan.  

Niceto Alcalá-Zamora, primer presidente de la Segunda República Española,  fue un espléndido orador, reconocido por sus contemporáneos. Santiago Carrillo alaba, en sus Memorias, la oratoria de Don Niceto: “Tenía un verbo barroco muy fluido y engarzaba unas frases con otras con verdadera maestría, ayudado por un acento andaluz que daba musicalidad a su discurso. Acaparaba inmediatamente el oído del espectador, trayéndolo y llevándolo prendido de su palabra […] Oír su discurso podía ser una delicia, independientemente del contenido” Este hecho es más conocido. Sin embargo, lo es menos el librito que dedicó a la Oratoria Española el citado don Niceto; en él  hacía una antología de los mejores oradores que había dado España hasta la Guerra Civil. Entre los catorce seleccionados, aparecían cinco andaluces: Antonio Cánovas del Castillo  (nacido en Málaga, en  1828); Cristino Martos  (Granada,  1830), Nicolás Salmerón (Alhama de Almería, 1838); Emilio Castelar  (Cádiz, 1832) y  Segismundo Moret (Cádiz, 1833). A estos cinco, habrá que sumar con toda justicia al autor del libro, nacido en Priego de Córdoba, en 1877. Seis de quince son un porcentaje muy alto para proceder de una tierra en la que se habla ‘tan basto’.

Es verdad que en nuestros días todo ha cambiado con respecto a la época dorada del parlamentarismo oratorio. Los hábitos y preferencias en cuanto al lenguaje público y privado no son los mismos, incluso podemos decir que la vieja retórica se considera de forma despectiva como huera, vacía; se afirma que el tiempo de los oradores ha dado paso al de los ‘comunicadores’. Aunque no sé muy bien si hay hoy mejores comunicadores que aquellos grandes parlamentarios, lo cierto es que con el nuevo estilo, es otro andaluz, Felipe González, el mejor orador y comunicador de la nueva etapa que se abre con la restauración democrática parlamentaria. No son las tinieblas de la malicia sino las de la ignorancia  las que oscurecen la verdad. Y todos… tan panchos.