José Antonio Martínez Soler
Periodista
En los años 40, en plena represión franquista, un ventero de El Ejido
(Almería) recogió a un maestro republicano represaliado y le dio parada
y fonda a cambio de que educara a sus 10 hijos. El de en medio, con 4 hermanos
mayores y 5 menores, tenía madera de superviviente. Se llamaba Manolo
García Escobar y sacó buen provecho de aquellas clases domésticas
clandestinas. El joven Manolo Escobar aprendió la lección
(ética republicana, laúd, piano y las cuatro reglas) y se hizo un hombre
cabal.
Eran años de hambre y emigración. Sin igualdad de oportunidades, el sueño
español (salir de pobre) solo podía alcanzarse como torero, futbolista o
cantante. Algunos niños pobres de entonces fueron enviados a seminarios o a
cuarteles para asegurarles comida caliente. Manolo, maleado por el
Barrio Chino de Barcelona, escogió el camino
del arte y la farándula. Sin complejos, pero con toneladas de disimulo y de
gracia, acertó de pleno.
La Dictadura quiso sacar provecho de sus éxitos y le
jaleaban en el No-Do. Pero Manolo Escobar
nunca fue franquista. Solía decir, con gran sonrisa socarrona, que no se metía
en política. Jamás actuó en El Pardo ante el ominoso dictador
ni en el Palacio de La Granja donde acudía la flor y nata del
Régimen. Ridiculizaba a carcajadas a los censores franquistas que le prohibieron
una rociera porque “…a la Virgen le asomaba una enagua blanca, una enagua
blanca…”.
Como almeriense y emigrante, siempre he presumido de él, he cantado sus
canciones de oro y, por malas que fueran, he celebrado sus películas. En la
segunda mitad de los 60, Manolo Escobar ya era un charnego que,
desde Cataluña, había cautivado a España
entera. Bueno, a decir verdad, no cautivó a toda España.
En mis círculos de amistades antifranquistas, lo que en los últimos años 60
equivalía a miembros y simpatizantes del Partido Comunista y
unos pocos del PSOE, no estaba bien visto presumir de
Manolo Escobar por muy almeriense que yo fuera. Disimulé cuanto pude mi
admiración por el cantante favorito de mis padres para poder ser aceptado en
aquellos círculos tan intransigentes.
Si algún día era pillado in fraganti canturreando eso de que “no
se compra ni se vende el cariño verdadero” me ganaba una bronca de los
comisarios comunistas para que me concentrara en las lecciones de
Materialismo Dialectico de Politzer en lugar
de caer en esas “ridículas canciones de la pequeña burguesía que alienaban a
la clase obrera”. Pero la clase obrera que yo veía camino de la Universidad
estaba cambiando el arado por el andamio al son de Manolo
Escobar. Las coplas de Manolo, cargadas de sentimentalismo, ternura y
algunos tópicos del desarrollismo reinante, eran una fuente de alegría para los
pobres.
Un día me planté y salí del armario. Les dije a mis colegas clandestinos
(dando voces) que me encantaban Manolo Escobar, la copla y el
flamenco y que odiaba los tanques soviéticos que habían invadido
Checoslovaquia. Fui proscrito y, enamorado como estaba de una
yanqui, fui considerado -¡cómo no!- sospechoso agente de la
CIA.
Si, como dice Rilke, la infancia es la patria del hombre, mi
patria está llena de coplas de Manolo Escobar.
60 coplas de oro de Manolo Escobar.
Algo de esto le conté a Manolo la primera vez que compartí mesa y mantel con
él (y otros paisanos de la Casa de Almería en Madrid como
Barrionuevo, Chencho Arias, etc.). Se partía de la risa. Pero
no se mojaba en nada referente a la política. Viniendo de tierras de moriscos,
este alpujarreño de la costa sabía lo que era disimular en público, incluso en
los estertores de la Dictadura.
En otra ocasión, cuando regresé de Cataluña, nos reímos
juntos gracias al ingenio de otro paisano. Una pintada en el barrio gótico,
cerca de la Catedral de Barcelona, pedía un obispo catalan
(“Volem bisbe catalá”). Al día siguiente, apareció pintada la respuesta
de un charnego: “Como somos mayoría, lo queremos de Almería”.
Manolo Escobar podía lucir con orgullo, y a la vez, la
insignia de oro y brillantes del Barça, la de oro de
Almería y la medalla de Andalucía. Mis
compañeros de la 19 Compañía del CIR 5 de
Cerro Muriano (Córdoba) eran casi todos de Las
Norias, la pedanía donde nació Manolo Escobar. ¿Qué
coplas íbamos a cantar si no? Manolo nos alegró la mili franquista, una de las
experiencias más tristes y lamentables de mi vida.
Como la bajita y grandísima catalana Carmen Amaya (que
exigía “pa amb tumaca” en el Waldorf de Nueva
York) o Peret, el gigante de la rumba catalana,
Manolo Escobar simboliza lo mejor y más potente de la
Cataluña moderna e integradora, de la Cataluña
universal. El otro gran Manolo (Vázquez
Montalbán) lo sabía muy bien y defendió la copla andaluza/catalana
incluso en su Crónica Sentimental de España en
Triunfo, la biblia de la izquierda. Cuando leí a
Vázquez Montalbán supe que no estaba solo. Y puede cantar el
Porromponpero, sin miedo, fuera de la ducha.
Descanse en paz este andaluz/catalán universal. Y “¡que viiiivaaaaa Eeespañaaaaa!”… Sobretodo en el Mundial de
Brasil. Gracias, Manolo, el sueño español de los 50 y 60, por toda la alegría y la
ternura que te debemos.