La insoportable corrupción que consentimos

Antonio Felipe Rubio
Periodista

La realidad supera a la más imaginativa ficción, y los abundantes episodios de corrupción que aparecen como floraciones sorpresivas tienen idéntica raíz vegetativa que los helechos del Cretácico. Todo lo que sucede ahora lo podemos rememorar en “La escopeta nacional” (Berlanga, 1978): Insidias, intrigas, traiciones, influencias, pervertidos, pajilleros, obsesos… La pretensión de colocar unos porteros electrónicos mediante alambicada recomendación ministerial, con el oportuno porciento, se ve sobrepasada por una jauría de rebañapailas que abruma a un pretendido corruptor de medio pelo inmerso en una trama inconcebible para una presunta fauna de nobles, prestigiosos empresarios y destacados políticos.

Cero corrupción
Nadie, en este pretérito escenario, escapa a los actuales emplazamientos de corrupción e indignidad; en todo caso, se echa de menos la originalidad del coleccionista de pelos de coño y el cura revolucionario a modo de la rescatada “monja alférez” de Podemos. En fin, que todo está escrito y “guionizado” para esperar un desenlace muy previsible. Sea con coleta revolucionaria o solemne tiara, el hábito no inhibe de ciertos hábitos e inclinaciones.

Hemos creado, fomentado y alardeado de una sociedad inerme y consustancial con la corrupción. Desde “El Lazarillo de Tormes” a la dedicatoria al “Dioni” de Sabina (“Con un par”), pasando por los episodios televisivos de Jesús Gil en el jacuzzi, los medios de comunicación han jugado un papel determinante en la percepción pública de la corrupción como un argumento de espectáculo (corrupción connivente) que aporta grado de notoriedad social al chorizo elevado a la consideración de estrella mediática.

Sólo cuando la estridencia, el exceso y la criminalidad pasa del espectacular plató a la sobriedad del banquillo el “periodismo” se estremece con cifras, abusos, perversiones… y bochornosos datos extraídos de sus propias videotecas; las mismas que en su día fueron negocio a base del histrión y el delincuente.

Estamos en el quicio del risco que nos aparta de una Sodoma que acabamos de incendiar, y, ¡cuidado! No volvamos la vista atrás. No recordemos las cosas que supimos y que nunca denunciamos. No traicionemos, ahora que pintan verdes, nuestra complicidad en la particular y convenida percepción de la corrupción.

Ahora, cuando veo, leo y escucho no me llega la camisa al cuerpo. Aquellas cigalas que se salían del plato en las presentaciones del balance anual, los regalos de empresa, las cestas de Navidad, premiaciones, viajes… todo, si se ve con la actual óptica, era y es un mar estigio de corrupción.

Las relaciones públicas, ventas a comisión, ambiciosa ampliación de cartera de clientes, empatía del branding, prescriptores de imagen corporativa… todo parece ser tráfico de influencias, corruptela y delictivo. Y es que se ha pervertido la frontera de las lícitas prácticas profesionales en tanto que políticos e instituciones públicas han corregido, aumentado y equivocado el concepto de éxito en los negocios con la más abyecta corrupción que jamás sería permitida en una empresa privada.

Va a ser tan difícil erradicar el estigma de la corrupción como tan fácil acceder a modelos totalitarios desde el populismo. Limpiar de corruptos no es faena de la justicia, es tarea de los partidos y las instituciones democráticas. Inundar de demagogos es volver los ojos a Sodoma y, como Edith (mujer de Lot), quedar como estatuas de sal. No en vano, estos “chicos” sazonan como nadie el populismo que conduce a la miseria; la misma miseria mediática que se nos sirve a diario. 

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