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El poncho de Clint Eastwood

Emilio Ruiz

De las cinco películas que Sergio Leone ha dirigido en Almería, las dos últimas, Agáchate, maldito (1971) y Hasta que llegó su hora (1968), fueron las que utilizaron los mejores medios técnicos, dieron protagonismo a los actores más cotizados y, como consecuencia de ello, tuvieron los mayores presupuestos. Pero ninguna de las dos ha llegado a alcanzar la popularidad de las tres primeras, las que conforman la Trilogía del dólar: Por un puñado de dólares (1964), La muerte tenía un precio (1965), y El bueno, el feo y el malo (1966).

Clint Eastwood
El éxito de la Trilogía radica en la suma de una larga serie de componentes que aisladamente hubieran pasado inadvertidos. Es muy difícil detallar todos ellos, pero siempre hay que considerar la destreza de Sergio Leone para elevar de categoría los planos cortos, la banda sonora de Ennio Morricone, repleta de atonalidades, silbidos, campanas, arpas de boca y coros sin texto, y la presencia de Clint Eastwood, El hombre sin nombre –en ninguna de las tres películas se le llega a nombrar-, un actor norteamericano de medio pelo que, desde 1959, se buscaba la vida rodando aburridos seriales de vaqueros trashumantes. “No conozco Italia, ni Alemania, ni España. No conozco ninguno de los países que producen la película, así que lo peor que puedo sacar de esto es un viaje agradable”, dijo el actor tras aceptar  el papel.

Clint Eastwood no se entiende sin Almería, como reconocen sus biógrafos, pero el spaguetti western o eurowestern tampoco se entendería sin Clint Eastwood. ¿Qué proporcionó de nuevo este actor a un género, el western, que estaba ya en plena decadencia? El personaje de El hombre sin nombre se ha convertido en un icono. Se trata de un hombre duro, sin escrúpulos, sin sentimientos, cínico, solitario y únicamente movido por el dinero. Un hombre de pocas palabras, con fría mirada, dispuesto a matar a sangre fría.

A sus personales rasgos faciales y su estilizada figura, Clint Eastwood unió al personaje un purito en la comisura de los labios, un sombrero de ala ancha y un poncho raído que le dotaban de una identidad peculiar que no deja a nadie indiferente. Para crearse esa identidad no necesitó matar indios, porque en la Trilogía no hay indios, ni hacer el amor con señoritas de alterne de saloon, porque tampoco hay mujeres. A Claudia Cardinale la traería después Leone para Hasta que llegó su hora.

El poncho se expone como una pieza
de museo
Por un puñado de dólares era lo que hoy llamaríamos una película low cost. La productora apenas invirtió 120.000 dólares. Una prueba de la escasez del presupuesto nos la recuerda el mismo Leone cuando cierto día necesitaban utilizar una grúa. Como no la tenían, se la pidieron prestada a Dino de Laurentiis, que también rodaba en Almería. “Solo os la puedo dejar un domingo, pero ya sabéis que en España, por cuestiones religiosas, no se puede trabajar en domingo”. Leone pidió permiso al obispo, al que le hizo ver que eran judíos. El obispo accedió a que trabajaran en domingo y así pudieron utilizar la grúa de De Laurentiis.

Capítulo aparte en esta historia merece el poncho de Clint Eastwood. Es el mismo en las tres películas y nunca llegó a lavarse. Mide 203 x 99 cm. Existen unos bocetos de Carlo Simi, responsable del vestuario, sobre su diseño. Pero cada vez más se acepta la idea de que esos bocetos se hicieron a posteriori. Clint Eastwood dice que el poncho era suyo, según manifiesta en una entrevista para el libro Sergio Leone. Algo que ver con la muerte, de Christopher Frayling: “Fui a un lugar donde vendían ropa en Santa Mónica Boulevard y simplemente compré esa ropa y me la traje a Italia”. Se refiere no sólo al poncho, sino también al chaleco, los vaqueros y el sombrero En otras ocasiones, Eastwood ha manifestado que el poncho lo compró en Roma. O en Madrid, según la ocasión.

Aún hoy día, medio siglo después de estrenarse Por un puñado de dólares, el poncho de Clint Eastwood sigue siendo una prenda muy demandada, principalmente en Estados Unidos, Australia y México. Se confeccionan excelentes réplicas, pero también burdas copias chinas. “El nuestro –manifiestan en Mexican Ponchos- es del color exacto del original, que era verde oliva. Tuvimos la suerte de ver el original en Carmel cuando Clint lo prestó a un restaurante mexicano. Tomamos varias notas. Es 100 % lana y cada uno requiere más de 20 horas de trabajo. Duran toda la vida. Los vendemos a 320 dólares”.

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