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Romper una lanza por la ortografía de la Lengua Española (II)

Luis Cortés
Catedrático de Literatura

Es un hecho que la lengua oral evoluciona constantemente tanto por la continua aportación de los hablantes como por el contacto con otras lenguas y la incorporación de palabras procedentes de estas, palabras que chocan muchas veces con nuestro sistema ortográfico. Si queremos evitar que cada vez sea mayor la distancia entre lo que decimos y lo que escribimos -como ocurre en otros idiomas próximos y conocidos-, habremos de acatar los cambios ortográficos. Pensemos, por ejemplo, que cuando se publicó la primera Ortografía académica, en 1741, esta disciplina se escribía "Ortographía" y Cristo era "Christo". En la siguiente edición, ambas palabras se cambiaron a la grafía actual, y hubo académicos que pusieron el grito en el cielo y llegaron a decir aquello de por encima de mi cadáver.

Este criterio de adecuar lo gráfico a lo fónico es lo que justifica, por ejemplo, que se hayan simplificado en la escritura ciertos grupos consonánticos exigidos por su etimología, pero que no se pronunciaban en el español culto. Así, pneumonía > neumonía; substancia > sustancia o postdata > posdata, entre otros. Es más, hay casos, como los indicados en la parte introductoria de la Ortografía (2010), en que la propia pronunciación culta no se decanta entre la articulación simple y la compleja, por lo que se admiten las dos: magdalena y madalena; transporte y trasporte o fláccido y flácido. Esta nuevas opciones no existían en mi niñez, y en aquellos dictados que constantemente hacíamos no se nos permitía otra posibilidad que no fuera pneumonía, substancia o magdalena. También recuerdo cuando fué llevaba tilde y el día en que nuestro profesor nos dijo que ya no se ponía, como tampoco la b de substantivo.

Bien es verdad que ni estábamos al tanto del porqué, ni teníamos el menor interés en estarlo. Ahora bien, a aquellas otras personas con más inquietud lingüística tampoco les resultaba fácil el conocer razonablemente las causas de tales cambios, pues las anteriores ortografías, incluida la penúltima (1999), se limitaban a un flaco conjunto de reglas y de normas orientadoras para el uso de determinadas letras, de la acentuación, de abreviaturas o de mayúsculas, sin más. Y aquí encontramos nosotros el primer motivo de defensa de la nueva Ortografía: en su condición de obra exhaustiva, coherente y razonada, pues reflexiona, explica y justifica no solo lo que en la edición anterior se apuntaba, sino otros muchos aspectos que tienen que ver con los principios y las causas que justifican cualquiera de los cambios. Todo en ella está plenamente explicado y justificado. De hecho, hemos pasado de una Ortografía de 162 páginas, la de 1999, a esta, de 745, y lo que es más importante: es una obra amena, agradable, nada farragosa y llena de ejemplos. No obstante lo dicho, hemos de pensar en una pronta adaptación más reducida que sirva para personas que tengan interés por estas cuestiones pero menor vocación lingüística.

Sucede a menudo entre las personas menos duchas en cuestiones hortelanas que al intentar sacar un rábano de la tierra pierden el rábano y se quedan con las hojas en la mano. De ahí surge la famosa frase que se aplica cuando se ha interpretado mal un dicho o acción, dándole un sentido o alcance que no tiene. Es lo que yo creo que ha ocurrido con los medios de comunicación y la obra que comentamos; estos se quedaron en algún que otro aspecto llamativo; y fue ese árbol sugestivo el que les impidió reseñar con justedad el bosque.

Un ejemplo de lo que decimos lo tenemos en el apartado que se dedica al empleo de mayúsculas y minúsculas. En un primer punto, a modo de introducción, se nos explica el porqué las letras mayúsculas son muy anteriores en el tiempo a las minúsculas; asimismo, se nos aclara que el uso de dichas mayúsculas ha sido cada vez más reducido; todavía en los siglos XVI y XVII era usual la mayúscula inicial en los nombres de los días de la semana, de los meses o los gentilicios, lo que hoy no ocurre. En los apartados siguientes, se aclaran muchísimas dudas sobre el correcto empleo de mayúsculas y minúsculas en antropónimos, siglas, establecimientos comerciales, instituciones, accidentes geográficos, profesiones, cargos, gentilicios, premios, espacios naturales protegidos, divisiones territoriales, calles, formas de Estado, leyes, cursos, asignaturas, movimientos políticos, puntos cardinales, unidades de medida, enfermedades, medicamentos, etc. etc. ¿Y que se transmite de estas setenta y siete páginas? pues que las palabras rey y reina se han de escribir con minúscula. Esto último es verdad, pero, sin pretenderlo, la noticia así dada tergiversa la realidad y da una visión superficial e injusta del esfuerzo de nuestros académicos. Ah, y de su brillantez.

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